Zorros a cargo del gallinero



Por Juan Ignacio Brito, periodista

El fracaso de la acusación constitucional contra el exministro Jaime Mañalich no solo supone una derrota para los sectores que la impulsaron, sino también una advertencia de lo que podría estar por venir en un nuevo diseño constitucional que considerara la instauración de un sistema parlamentario o uno semipresidencial.

Con algunas diferencias relevantes, en esos modelos son los partidos políticos los que controlan el Legislativo y este el que maneja el gobierno a través del primer ministro y su gabinete, que deben contar con la confianza de los diputados. Sin embargo, la historia reciente sirve como evidencia de que los parlamentarios han mostrado especial ineptitud y poca consideración por el bienestar general al ejercer sus atribuciones.

El abuso con las acusaciones constitucionales es un ejemplo, pero no el único.

La reforma de 2005 entregó a los parlamentarios facultades para el control del Ejecutivo. Simplificó los requisitos para conformar comisiones investigadoras y creó la figura de la interpelación. Hoy sería raro encontrar a alguien que dijera que esas atribuciones fueron bien utilizadas. Tal como ha sucedido con las acusaciones constitucionales, ellas dieron pábulo para abusos, shows mediáticos, guerrilla política, personalismos y escasos resultados concretos. Hay que añadir a este panorama el hecho de que la reforma electoral de 2015 fue pro partidos y que ha resultado de dudoso beneficio.

No resulta aventurado suponer que la manera en que los parlamentarios usan estas y otras atribuciones ha contribuido al desprestigio del Congreso y los partidos. Este no es casualidad: la inmadurez y falta de coherencia de nuestros partidos políticos ha quedado demostrada una y otra vez. Quizás la última manifestación de este fenómeno se da hoy la derecha, muchos de cuyos líderes están con el Apruebo, pese a que sus bases partidarias y militantes están con el Rechazo.

Lo ocurrido con las acusaciones constitucionales, las comisiones investigadoras, las interpelaciones y la reforma electoral, entre otras variables, debería hacer que quienes propugnan un cambio de régimen reconsideren su propuesta. Es una lástima que los chilenos hayamos elegido en las últimas cuatro elecciones a dos mandatarios que han contribuido a desfigurar la institución de la Presidencia de la República con actuaciones egoístas que la alejan de su rol de custodio del bienestar general de la nación. Sin embargo, pese a este traspié significativo, la tradición presidencialista chilena sigue siendo una garantía institucional que no debería ser desechada. Por el contrario, como sugiere la experiencia reciente, entregarles las llaves del sistema político a los partidos supondría un riesgo equivalente a poner al zorro al cuidado del gallinero.

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