“No recuerdo si fue el primer caso que atendí, pero es uno que nunca he olvidado. Se trataba de un niño que se llamaba Martín. Él era alegre e inquieto con muchos amigos, hasta que terminó kínder”, cuenta María Isabel García, psicóloga y experta en terapia EMDR (Eye movement desensitization and reprocessing).

La especialista relata que su paciente comenzó –en primero básico- con dificultades de lecto-escritura, desconcentración y problemas de coordinación fina, por lo que su letra y primeras frases eran casi ininteligibles. “Una mañana, su profesora jefe le llamó la atención frente al curso, borró lo que había escrito en su cuaderno y le indicó frente a todos que escribiera bien. Los días que siguieron, Martín comenzó con dolores de estómago y cabeza, se volvió más sensible y lloraba con facilidad, tenía pesadillas, por lo que los padres decidieron dejarlo unos días en casa, pensando que podía ser una gripe”, cuenta García.

Pero no era un resfrío. Martín comenzó a no querer ir al colegio y cuando sus padres lograban llevarlo, se quedaba en la sala de la inspectora con más frecuencia, hasta que fue imposible que entrara nuevamente a su sala o que saliera a recreo. “Manifestaba temor a estar con los niños, dejó de ir a los cumpleaños y se retiró de deporte, lo que antes le encantaba. En el colegio buscaron diferentes estrategias, pero nada funcionó. Cuando el cuadro llevaba 4 meses de evolución, los padres solicitaron una hora conmigo y luego de la evaluación, el diagnóstico fue fobia social e indicadores de depresión, reactivos a un trauma”, recuerda la especialista.

La terapia que realizó la profesional consistió en acoger los temores del niño y acompañarlo en la desensibilización (disminución) del evento traumático vivido, para luego desarrollar en él estrategias de enfrentamiento al problema. Así, con apoyo de los padres y en comunicación con el colegio, se hizo un plan de reingreso, en el que por acuerdo familiar, el padre lo llevaba cada mañana a clases.

Al principio y con dificultad, Martín solo lograba bajarse del auto y pararse en la puerta del colegio. Paulatinamente y a medida que avanzaba en su tratamiento, logró nuevos desafíos como entrar a su sala de clases mientras su padre, sentado en la entrada, lo miraba. García recuerda que la profesora comprendió la importancia de sus intervenciones y se hizo cercana al niño, y no volvió a corregir la letra ni a llamarle la atención delante de todos.

“Lo motivamos a que participara en el equipo de fútbol e invitara a algunos amigos a la casa, hasta que lentamente fuimos retirando la presencia de los padres del colegio. Ese año Martín pasó de curso con un 6,2 y recibió el premio de mejor amigo. Luego de un trabajo desafiante en equipo, recuperó la alegría y confianza en sí mismo, siendo dado de alta. Algunos años después, pidió a sus papás una sesión para volver a visitarme y contarme de su vida actual como adolescente”.

Ver las señales

La fobia social es un trastorno de ansiedad que se presenta como un miedo irracional, excesivo y persistente a ciertas interacciones sociales, en las que el niño siente que puede ser evaluado negativamente por otras personas, quienes pudieran juzgarlo, rechazarlo o burlarse, lo que puede ir acompañado de aumento de angustia, vergüenza, inhibición y temor a perder el control de las emociones en público.

Uno de los miedos más comunes, dice Paula Rothammer, psicóloga infantil de la Clínica Alemana, es la ansiedad social, es decir, pensar que otras personas hablan mal de uno, no nos quieran o puedan tener una mala opinión. “Según la intensidad del pensamiento, puede repercutir en el cuerpo con síntomas como nerviosismo, dolor de estómago y cabeza, sudoración, palpitaciones, entre otros, afectando la conducta y evitando lo que asusta”.

De esta forma, cuando un menor desarrolla un trastorno así puede presentar temor a hablar, actuar, disertar frente a otros, asistir a reuniones sociales, jugar en la plaza, hablar con adultos no familiares o figuras de autoridad como profesores. También pueden presentar temor a que los critiquen o que los consideren poco inteligentes, ser torpes físicamente o hacer algo vergonzoso.

Catalina Álvarez, académica de la Escuela de Psicología de la Pontificia Universidad Católica, señala que los trastornos ansiosos son de inicio temprano, es decir, aparecen en la etapa de la infancia y adolescencia. “Muchas veces las familias consultan una vez que los síntomas se encuentran instalados y han tenido efectos adversos en el funcionamiento cotidiano del niño, niña o adolescente”.

El origen de este tipo de fobias tiene una raíz multicausal, en la que se combinan factores temperamentales (niños más sensibles, tímidos o inmaduros), familiares (padres ansiosos, temerosos o sobreprotectores o en el otro polo, que exponen a sus hijos a situaciones poco reguladas) y experiencias negativas (haberlo pasado mal cuando estuvo en grupo, quedarse solo en un cumpleaños y no saber qué hacer).

Para evitar que un cuadro así pueda volverse complejo, es necesario estar atentos a ciertas señales. Así lo explica García, quien explica que hay algunos indicadores a los que hay que prestarles atención. “Puede darse en niños más inhibidos, introvertidos o ansiosos; en pequeños con hipersensibilidad sensorial, es decir, a los que les incomoda el contacto directo como besos o caricias, especialmente de extraños; niños con angustia a la separación, y también aquellos que son integrantes de familias ansiosas, sobreprotectoras o poco sociables”.

La timidez es una característica del temperamento de los niños y niñas, que da cuenta de una mayor inhibición, retraimiento y evitación de situaciones sociales; junto con miedo o rechazo a situaciones o personas nuevas, pero sin constituir un trastorno. Una manifestación completamente distinta a una fobia social, explica Álvarez quien sostiene que “este es un trastorno de ansiedad más severo que genera malestar, interfiriendo en la vida cotidiana y en el desarrollo sano. Un niño, niña o adolescente tímido no presenta interferencia en su vida cotidiana ni en su desarrollo, pudiendo adaptarse a ciertos contextos que requieren de una mayor exposición social o acercamiento a la novedad o evaluación y juicio social”.

Acompañarlos

Quienes han tenido la experiencia de tener un hijo con fobia social, saben que pese a lo complejo que puede ser el proceso de recuperación, es un trastorno que se cura si es atendido a tiempo. “Si recibe un tratamiento oportuno y multidisciplinario es de buen pronóstico, resolviendo no solo el malestar actual, sino que protegiendo a los niños, niñas y adolescentes de problemas de salud mental en el futuro. Es importante la terapia ya que las relaciones sociales -el área de afectación en la fobia social- son muy importantes para el desarrollo humano a lo largo de toda la vida”.

La familia, el psicólogo, el colegio y los amigos son parte importante del proceso de recuperación de un niño con este tipo de trastorno. En el camino, los padres deben estar atentos a los indicadores que muestran cómo se va sintiendo el niño en los diferentes ambientes e interacciones, y acompañarlos en desarrollar habilidades de enfrentamiento eficiente, que les permitan sentirse más seguros y en control.

Para esto, García aconseja:

  • Observar qué situaciones actúan como disparadores de sus miedos irracionales.
  • Ayudarlos a poner en palabras lo que les preocupa.
  • Enseñarles estrategias para que aprendan a auto-calmarse. Algunas efectivas son la respiración pausada, tragar saliva tomando agua o masticando un chicle, hacerlos pensar en algo agradable que los distraiga, usar algún olor que los calme y realizar estimulación bilateral, tal como caminar observando sus pies.
  • Ampliar su mirada del problema, imaginando diferentes soluciones para enfrentarlo y luego probarlas.
  • Realizar acercamientos progresivos a las situaciones que percibe amenazantes, al principio acompañándolos con metas sencillas e ir complejizando las exigencias a medida que vayan sintiéndose seguros y obtengan logros.