Conocerse en el cine: “Se me sentó al lado y me hice la que ni se dio cuenta”




“A finales del 2018 hubo un ciclo de cine de terror retro en el Centro de Extensión Cultural UC. Por ese entonces, me acuerdo, había terminado una relación y llevaba un par de meses evitando toda posibilidad de salida e instancia social. No porque no quisiera sociabilizar particularmente, sino que porque sentía un deseo profundo por retomar el diálogo conmigo misma. La relación había sido larga, intensa y muy movida –ambos viajábamos mucho por nuestros trabajos y cada vez que ocurría había que pasar por un periodo de ajuste de rutina– y sentía que quería volver a acobijar mi mundo interior, no porque lo hubiera dejado de lado, pero sí volver a ponerlo al centro. El cine, por su lado, era y sigue siendo algo que siempre disfruté muchísimo, entonces participar de varios ciclos de cine se transformó en mi actividad principal durante esos meses. Y uno de cine de terror retro, que incluía algunas de serie b y bajo presupuesto, calzaba perfecto con mis gustos.

Me acuerdo que llegué a eso de las 15:20 de un día viernes a ver la primera que elegí de la selección; El péndulo de la muerte de Roger Corman. Compré entradas, una botella de agua y me fumé un cigarro a la rápida antes de entrar. Cuando lo estaba apagando noté de reojo que había alguien igual de apurado que yo, que iba sacando efectivo de su bolsillo y al mismo tiempo guardando los audífonos y el celular. Se le caían las monedas y los papeles, y casi de inmediato me dieron ganas de ayudarlo. Pese al impulso, sentí que se trataba de esos momentos íntimos en los que si alguien se acerca, solo te termina complicando más. En cambio, le ofrecí una sonrisa de complicidad a lo lejos, como diciéndole ‘entiendo la situación, me la paso por la vida apurada’.

Entramos al cine y él me sonrió de vuelta, ahora ya aparentemente más tranquilo. Me murmuró algo que no logré escuchar y me dio vergüenza preguntarle qué había dicho, pero me pasé casi toda la película –que ya había visto varias veces– preguntándome qué habría sido.

Cuando se terminó la función agarré mis cosas y salí a fumar otro cigarro. Él llegó al poco rato y me dijo ‘es mi favorita de Corman’. Yo lo miré para ver bien su cara, dado que antes lo había visto en un contexto agitado, y le respondí ‘yo estoy entre La máscara de la muerte roja y La caída de la casa Usher’. Nos despedimos y me fui caminando a mi casa. Esa noche, por alguna razón, me quedé pensando en ese chico ajetreado.

Al día siguiente no logré ir a la película del ciclo y pensé que si existía alguna posibilidad de volver a topármelo, la había perdido. ¿Qué me aseguraba que nos volveríamos a encontrar? En mi cabeza, era casi imposible. La vida sigue y la gente está ocupada. Ir al cine no es prioridad, pensaba. Ni yo, que me lo había propuesto como actividad a desarrollar ese tiempo, lograba ir todas las veces que quería. ¿Por qué otra persona habría de hacerlo? Por eso, seguí con mis cosas y prontamente la vorágine cotidiana me arrasó. No pensé más en el chico de las monedas y los papeles.

El domingo, finalmente, logré ir de nuevo. Esa vez a ver un clásico de toda la vida que me había prometido ir a ver al cine; El Resplandor. Llegué 10 minutos antes, como de costumbre, para alcanzar a fumarme un cigarro en las escaleras. Lo prendí, inhalé y miré finalmente a mi alrededor. Estaba tranquila, cansada y expectante. Aun no había tenido posibilidad de procesar la semana, pero sentía que esas horas en el cine me iban a ayudar. De repente, a lo lejos, escuché el tintineo de monedas y me di vuelta. ¿Podía ser? Efectivamente, el chico estaba ahí, con la misma expresión de urgimiento y apuro, sacando y guardando cosas de sus bolsillos, entre ellos un cigarro. Me paré y le dije ‘¿quieres fuego?’. Al verme se sorprendió y se quedó unos segundos callado. Después me dijo ‘qué bueno volver a verte. Esta sí que es mi favorita de todos los tiempos’. Le respondí ‘la mía también’.

Esa vez, entramos a la sala y se me sentó al lado. Yo me hice la indiferente, como si no me hubiese dado cuenta, pero a lo largo de la película lo miré de reojo varias veces. Él miraba concentrado la pantalla, pero alguna que otra vez sentí su mirada en mí. Hacia el final, me preguntó qué directores y géneros me gustaban. Yo le respondí mientras agarraba mi cartera y sin muchas ganas, pero le pregunté si quería ir a tomar una cerveza. No lo pensé tanto, esa invitación simplemente me salió de la boca. Esa noche terminamos la conversación en un bar en Lastarria y luego en mi casa. Y dos días después fuimos a comer y a ver otra película. Hoy, a dos años de esos primeros encuentros, vivimos juntos, tenemos un perro y un proyector. Todos los fines de semana, aunque estemos cansados, con pega o con panorama, nos damos el tiempo de ver una película juntos.

Hasta entonces el cine había sido algo que yo atesoraba en soledad y muy pocas veces había conocido a alguien que tuviera gustos tan similares a los míos en ese ámbito; un cine muy específico, de nicho, que es principalmente de terror serie B, ciencia ficción, thrillers y películas de suspenso. Él, al igual que yo, las sigue desde chico y se entusiasma cada vez que ve un efecto mal hecho, una sangre falsa estilo ketchup y las luces de neón tan características de ese tipo de cine”.

Natalia Hernández (35) es antropóloga.

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