“Conocí a mi exmarido a los 21, y estuve con el hasta los 46. Fue la primera persona con la que tuve relaciones sexuales, y por mucho tiempo, la única. Unos años después de casarnos, descubrió que tenía la presión alta y arritmia, por lo que empezó a tomar remedios que – según él – fueron los culpables de que perdiera la libido.

De ahí en adelante tuvimos casi 20 años de nula vida sexual. Él nunca hizo esfuerzos por tocarme o hacerme sentir placer de otra manera que no fuese la penetración. Y yo me sentía incómoda presionándolo porque, como era hombre, pensaba que destruiría su autoestima. Y yo, por ser mujer, no me sentía merecedora de tener una sexualidad plena. Entonces, poco a poco, me fui metiendo en una relación donde era él y después yo.

Cuando tenía 46 años me pidió que nos separemos. Yo quedé en shock, porque me había sacrificado mucho tiempo por él. Tuve como un cortocircuito. Dentro de las etapas tempranas de mi duelo comenzó a invadirme una necesidad imperiosa de saber más sobre mi sexualidad. Necesitaba reencontrarme con lo inexplorado, con parte importante de mi identidad, una a la que le había dado la espalda por poner las necesidades de otro por encima de las mías.

Por Tinder conocí a alguien que llegó justo en el momento indicado, se convirtió en una especie de profesor. Y aunque no había amor, sí había mucho cariño. Me ayudó a explorarme y al fin me sentí valorada sexualmente. Y ahí comencé un camino de descubrir el placer y de aprender a comunicarme desde la vulnerabilidad y la intimidad humana.

Es complejo ser mujer, porque tenemos una formación donde se nos incentiva ser perfectas, bien portadas, sumisas, elegantes, señoritas, por lo que la sexualidad en las se convierte en algo secundario. Además, vengo de una formación católica, donde el sexo tiene que ver con la reproducción, no con el placer. Esa creencia limitante no me permitía ver que realmente mi matrimonio no tenía una sexualidad sana, y eso me estaba afectando. No lo veía como un elemento importante porque me habían enseñado que no era relevante, no era parte integral de mi identidad. Pero hoy día al fin entiendo el valor de la intimidad; la sexualidad nos dice mucho de cómo somos y nos enfrenta con miedos que nos acostumbramos a mantener ocultos y en silencio”.

Jane tiene 52 y es psicóloga.