Escapar de las llamas en Iquique: la travesía de Jéssica Méndez, la migrante venezolana que sobrevivió a la xenofobia

Jessica Méndez huyó de Venezuela junto a su familia hace 30 días. Lo dejó todo para encontrar la tranquilidad con la que soñaba. Recorrió el altiplano sudamericano arriba de camiones como si de carga se tratara. Durmió a la intemperie, no comió. Sufrió la xenofobia y racismo el día de la marcha en Iquique. Temió por su vida y por la de sus hijos. Esta es la historia de una mujer migrante.




Ahogados por la situación en Venezuela, Jessica (30) y su esposo Wirmen (29) decidieron escapar de Barinas, la ciudad en la que vivían, hace 30 días junto a sus hijos de siete y cinco años. Con un par de maletas partieron una travesía incierta, que los llevaría a recorrer el altiplano sudamericano a pie o montados en camiones, “muleando”, como le dicen a esa práctica.

El 20 de septiembre la familia llegaba a Colchane, uno de los pasos fronterizos no habilitados más concurrido en los últimos meses, que forma parte de las varias puertas ilegales de entrada al país que, frente a las estrictas restricciones migratorias, se han transformado en una opción viable para miles. Este año, según cifras de la PDI, han ingresado 15 mil personas por pasos no habilitados, de los cuales 12 mil son venezolanos.

“Llegamos al desierto, pasamos casi corriendo antes de que los policías se despertaran, pero después tuvimos que entregarnos. Cuando uno se entrega, todo es un papeleo. La situación es fuerte, se ven más de 30 niños, hay familias que tienen hasta tres o cuatro hijos. Ahí aguanta uno el hambre, desde el más grande hasta el más pequeño”, cuenta Jéssica. Y es que después de pasar todo ese papeleo, casi toda la tarde, cerca de las 7:00 p.m., recién los llevaron a la aduana. “Eran las nueve de la noche y todavía no habíamos ni salido, no teníamos comida para darle a los niños, por eso ahí lo que se escucha es niños llorar; en todo el día no comimos nada”, recuerda.

Según cuenta, para salir del paso fronterizo de Colchane –un pueblo que está a 3.700 metros por sobre el nivel del mar, donde el viento y el frío arrasan–, la única forma es en los buses del gobierno de Chile, y por tanto pareciera ser obligatoria la autodenuncia, un mecanismo dispuesto por el Ministerio de Salud que hasta ahora ha funcionado como una moneda de cambio para que los migrantes puedan obtener refugio en una Estadía Transitoria y un test de PCR.

Desde Iquique, Romina Ramos, doctora en sociología, académica de la Facultad de ciencias jurídicas de la Universidad Arturo Prat y representante de esta universidad ante la Red de Universidades por la Migración, asegura que existe confusión entre los migrantes respecto de la autodenuncia: “En el fondo este mecanismo condiciona ciertas cuestiones esenciales, como por ejemplo, que sean trasladados a estadías transitorias para que hagan su cuarentena o se hagan un PCR. Lo grave es que muchas personas migrantes creen que la autodenuncia es un proceso de autoregularización, cuestión que el Subsecretario dijo en una exposición en la Corte Suprema, que es el inicio de un proceso de expulsión”.

La familia de Jéssica viajando en un camión de Barinas a Iquique (Foto: Archivo personal)

***

Hace dos meses, Human Rights Watch publicó un informe donde evidenciaban distintos vicios en los documentos de deportaciones de personas venezolanas en Chile, específicamente respecto a la autodenuncia, donde aseguran que existe una ausencia de debido proceso. “La PDI a menudo informa a los venezolanos que ingresan irregularmente al país que deben “autodenunciarse” para regularizar su situación migratoria, y luego usa dichas denuncias como la única o principal prueba para su deportación. Adicionalmente, la PDI a veces no les informa a los migrantes por qué están siendo detenidos, o les dice que la detención forma parte del proceso para obtener estatus legal en el país. Esto no permite que los migrantes contacten a un abogado o adviertan a su familia acerca de su inminente deportación”, dice el informe.

En abril, el gobierno anunció que tenía previsto deportar a 1.500 personas de distintas nacionalidades en 15 vuelos chárter durante el 2021. Según cifras del Servicio Jesuita a Migrantes (SJM), el gobierno había deportado a 294 personas hasta el mes de abril; en la mayoría de los casos, sin control judicial. La mayor parte eran venezolanas.

Desde ese entonces, se han presentado varios recursos de amparo para impedir la deportación de venezolanos bajo el principio de reunificación familiar, además de invocar distintos tratados internacionales como la Resolución 2/18 de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre Migración Forzada de Personas Venezolanas y la Declaración de Cartagena de 1984, que recoge las Recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

En junio de este año, la Corte Suprema acogió un recurso de amparo que dejó sin efecto una resolución de expulsión de un ciudadano venezolano que habría ingresado ilegalmente al país. Consultado por el fallo y sobre si éste sienta un precedente para futuros procedimientos, el subsecretario del Interior, Juan Francisco Galli, aseguró en una entrevista a La Tercera que “parece una señal equívoca”.

“Nosotros tenemos la convicción de que una persona que infringe gravemente la Ley de Migraciones y así lo ha confesado bajo el método de autodenuncia, personas que han tenido meses para poder demostrar sus vínculos o los procedimientos que tienen disponibles para estos efectos y que, finalmente, se cuestione que una persona que ha ingresado de manera clandestina no pueda ser expulsada, es una señal que a nosotros no nos gusta, pero que tenemos que aceptarla”, dijo.

Así, recalcó tener una visión distinta: “tenemos la visión de que todo aquel extranjero que quiera ingresar a Chile debe hacerlo por las vías formales, debe hacerlo por los pasos habilitados, declarando a qué viene y debe hacerlo ojalá con la nueva ley, con el visado correspondiente para el efecto al cual viene”.

***

Cuando el bus que los debía llevar a Iquique finalmente partió, Jéssica y su familia supieron qué sería de ellos en los próximos cinco días. Como parte del protocolo sanitario, el Ministerio de Salud ofrece una estadía sanitaria transitoria para controlar el posible ingreso de Covid al país. Allí, en medio de otras 200 personas más, les dan un refugio de cinco días para planificar su viaje, obtener test PCR –que les permite comprar pasajes de bus– y descansar.

“Un transporte nos llevó a Iquique, al refugio. Ahí nos daban todas las comidas, me sentía más segura. Se veían muchas familias venezolanas, más de 100. Estuvimos cinco días encerrados por la cosa de la vacuna. Nos hicieron las tres cositas por la nariz (el PCR) para que uno, si llegaba a salir al terminal, pudiera comprar los pasajes. Al que le salía sospecha de Covid lo apartaban, y si salían las tres pruebas normales, los sacaban, como nos pasó a nosotros”, cuenta.

El sábado 25 de septiembre en Iquique los ánimos estaban tensos. La principal razón era la gran cantidad de inmigrantes que ocupaban las calles, varados, sin poder dejar la región o derechamente, instalados hace meses en campamentos callejeros. El día anterior había ocurrido un desalojo masivo de inmigrantes que dormían en la Plaza Brasil de la ciudad, uno de los puntos neurálgicos de la crisis migratoria, ya que se había formado allí un campamento improvisado donde vivián más de 130 personas hace semanas.

Como una bomba que está a punto de explotar, se convocó a una marcha en la Plaza Prat, a la que llegaron más de 5.000 personas para manifestarse en contra de la migración irregular. Los asistentes llegaron con banderas y carteles que hacían alusión a la política migratoria deficiente, y a la solicitud del cierre de fronteras. Sin embargo, según informó el teniente coronel Andrés Arenas a radio Cooperativa, a eso de las 14:00 hrs., un grupo de manifestantes incendió carpas y otras pertenencias de los migrantes que se habían instalado con todo lo que tenían cerca de la avenida principal de la ciudad.

Mientras la plaza de la ciudad ardía y los ataques xenófobos ocurrían, Jessica salía del refugio en el que había estado cinco días junto a su marido y sus dos hijos, pero no sabía que estaba a pocos metros de una tromba de manifestantes que todo lo destruían. No los pudieron evitar.

“A nosotros del refugio nos soltaron el mismo día que estaba la marcha. Íbamos caminando con las maletas y los niños, y de pronto llegó un grupo de personas que andaban en carro para quitarnos las maletas. Yo empecé a llorar, los niños, todos llorando. Les rogábamos que no nos las quitaran, les decíamos que nosotros somos trabajadores, luchadores, que salimos de nuestro país por nuestros hijos.

Fue uno de los mismos muchachos –de los que estaban violentando a los migrantes– que llegó y dijo ‘no, no, no, por las guaguas por favor’, mientras nosotros gritábamos para que se pusieran en los pies de nosotros por los niños.

Después de eso, nos libramos de ellos y seguimos caminando, nos pudimos esconder y salimos al día siguiente. Esa noche yo no comí ni dormí y mi esposo tampoco. Como no teníamos carpa ni nada, medio pudimos acomodar a los niños entre los bolsos, les di unos panes que cargaba para que comieran algo. Ahora me acuerdo de ese día y me dan ganas de llorar.

Pienso que hoy podemos ser nosotros los venezolanos los migrantes, pero mañana nadie sabe. Esas personas que estaban ahí no deberían escupir al cielo o se les puede devolver”, dice Jessica.

En Bolivia, "un señor casi bueno como Dios" –según describe Jéssica– los invitó un almuerzo. (Foto: Archivo personal)

***

Para la experta en migraciones, Romina Ramos, el panorama respecto a la regularización para quienes se autodenunciaron es incierto: “Muchas de las personas que se autodenuncian por este mecanismo son casos de asilo, de refugio, en términos jurídicos. Quizás por mecanismos como solicitud de refugio, podrían acceder a una regularización, porque cuando el ingreso por paso no habilitado se justifica por una amenaza latente en sus vidas, que en este caso son migrantes de hambre, debiese operar este mecanismo.

Las personas migrantes quieren regularizarse, quieren tener sus papeles al día, por algo se autodenuncian. Este proceso evita la explotación laboral, la trata de personas, es la única salida, pero tiene que ser ya. Incluso saber quiénes son, dónde están, dónde viven, la regularización resolvería muchas cosas y permitiría efectivamente ordenar la migración si es que ese es el interés del gobierno.

Otros países lo han hecho. Colombia lo hizo a principios de año. En marzo se le otorgó estatus temporal migratorio a un millón y medio de personas, nosotros creemos que el camino es ese para poder garantizar los derechos humanos de todas estas personas. Lo veo difícil, pero espero que ocurra”, asegura.

***

Días después del ataque, Jessica y su familia consiguieron tomar un bus en dirección a Santiago. A Wirmen, su marido, le habían ofrecido un trabajo de temporero en Isla de Maipo. Llegaron a la capital y el supuesto empleador dejó de contestar los mensajes. Varados en la incertidumbre, decidieron arrendar una pieza mientras buscan trabajo en lo que sea para poder seguir subsistiendo y finalmente, encontrar esa estabilidad que vinieron a buscar.

“Con un techo, comida y educación para mis hijos nos quedamos tranquilos. Si uno emigra con ellos, es para hacer el bien, para que ellos lleguen a ser alguien, para que se eduquen, para que no les falte nada; porque allá, si tienes para comer no tienes para vestirte, si tienes para ponerle zapatos a tus hijos, no tienes para comer. Acá mi única meta es que a mis hijos no les falte nada”, confiesa Jessica.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.