Buscar bichos, sentir la lluvia, trepar árboles y jugar con barro. Mientras miles de niños se educan encerrados en una sala frente a un profesor, existe una filosofía educativa llamada Forest School o “Escuelas bosques” que basa su enseñanza en experiencias tan sencillas como esas. Porque, aunque cueste creerlo, actos tan naturales para el ser humano como ver el cambio de las estaciones en los árboles, sentir el curso del viento o recoger frutos silvestres, están cada vez menos presentes en niños y niñas debido al crecimiento de las urbes, el poco tiempo de los padres, el desarrollo de la tecnología y la masificación de las redes sociales. Los niños y niñas que habitan en ciudades tienen a veces un nivel de desconexión con el medioambiente que alcanza niveles preocupantes. Como explica el periodista y escritor estadounidense Richard Louv en su libro Last Child in the Woods (Los últimos niños en el bosque) no tener contacto regular con la naturaleza puede tener como consecuencias problemas como la obesidad, el déficit atencional, las enfermedades cardiovasculares o la depresión. Por el contrario, el estar en un ambiente natural y al aire libre potencia entre muchas cosas el desarrollo de los sentidos, da facilidad para integrar aprendizajes y estimula la creatividad. Las “Escuelas bosque” o Forest School buscan reconectar a los niños y niñas con esa naturaleza perdida, enseñando los contenidos en una educación ambiental y sustentable, que promueve un aprendizaje profundo a través de la exploración. Comenzaron en los países escandinavos en los años 50 y desde entonces se han ido propagando por Europa y Norteamérica.  En Chile la implementación de esta filosofía educativa lleva pocos años y no son muchos los establecimientos que lo integran, pero la pandemia, el encierro, la excesiva pantalla y la ganas de salir de la ciudad parecen apuntarlo como tendencia.

Apenas Francisca Villalón, madre de Pedro de dos años, se enteró de que en Valdivia existía un jardín infantil que basaba su educación en la filosofía Forest School no dudó en inscribirlo. Habían tomado la decisión como familia de dejar Santiago, en plena cuarentena, para cumplir un sueño que tenían pendiente: vivir en un ambiente más natural. Francisca había pasado su infancia en una parcela en Lo Cañas, y como conocía de cerca lo que significaba criarse al aire libre quiso lo mismo para su hijo. Desde que Pedro asiste al jardín, cuenta, los cambios que ha notado en él son sorprendentes. “Cuando llegamos a vivir al campo Pedro no quería tocar la tierra, le daba asco, y era muy poco ágil porque estaba acostumbrado al terreno plano de las veredas de Santiago, ya que aprendió a caminar en pandemia. Poco a poco fuimos viendo su desarrollo motriz; ahora escala los troncos, tiene más equilibrio y no tiene problemas con jugar con barro”. Una evolución que comúnmente observa Claudia Contreras, directora del jardín infantil donde asiste Pedro. Hace algunos años fundó junto a su socia el Club de Bosque Valdiviano, proyecto que implementa esta filosofía en la educación preescolar. En el jardín infantil, llevan la rutina diaria de salir al aire libre y de hacer por lo menos una excursión al bosque a la semana. Los días de lluvia no son la excepción; cada niño se pone ropa impermeable y las botas de agua y se aventuran igual. “Los niños tienen una gran capacidad de adaptación y flexibilidad. Nosotros salimos con distintos climas, a veces está lindo, a veces llueve y hace viento, pero ellos no se complican, lo disfrutan igual”. Esta metodología, dice Claudia, de adaptarse y conectarse con el medioambiente va produciendo cambios significativos en ellos. “Van mejorando mucho su capacidad física. Al principio caminan poquito, luego no se dan cuenta de que han caminado 10 minutos para llegar a un lugar. Se vuelven cada vez más observadores, se van dando cuenta de las flores que salen, de los cambios en las hojas. Vemos que ahora tienen una relación muy linda con la naturaleza, caminan por los senderos, la respetan y la cuidan. Se fijan en el tema de la basura, quieren llevársela. También vemos que disfrutan con cosas muy sencillas, con barro y un palo, no necesitan nada más, adaptan las cosas de su entorno como juego.” Las ventajas de este aprendizaje al aire libre, dice, es que es un aprendizaje más real porque tiene elementos reales, por lo tanto es mucho más significativo y profundo. “Los niños sienten el frio, calor, pueden tocar, no solo aprenden escuchando y mirando sino con todos los sentidos.”

La licenciada en ciencias biológicas y magister en didáctica de las ciencias, Pauline Oliger, lleva más de 20 años implementando la enseñanza de las ciencias con metodología indagatoria en diferentes colegios, y también formando profesores. Actualmente ha decidido formarse en la filosofía Forest School a través de un diplomado en Aprendizaje al aire libre para la primera infancia. Su interés –cuenta– viene desde su propia niñez. “Nací y crecí en el campo, en un entorno natural y salvaje. Mis juegos de infancia siempre se relacionaban con la naturaleza: subirse a los árboles, jugar entre arbustos y pastizales, nadar en el rio, andar a caballo, construir cuevas entre las quilas, eran mis juegos preferidos. La exuberancia y la riqueza de la biodiversidad de los bosques prístinos me sorprendían e inspiraban desde que tengo conciencia. El haber crecido rodeada de naturaleza no solo me permitió tener una infancia libre y feliz, sino que me entregó muchas herramientas para la vida, y la base para elegir mi carrera profesional.” Durante el tiempo que lleva formándose en la implementación del aprendizaje al aire libre ha podido darle sustento teórico a su experiencia de infancia, sobre todo a esa felicidad que le otorgó el tener espacio para explorar el entorno de manera libre. “Es con el movimiento que se aprende, se desarrolla el juego espontáneo, la creatividad, y el autocontrol. Los niños y niñas se estimulan cognitiva y físicamente, logran mayor atención y desarrollan cuerpos sanos y fuertes aumentando el autocontrol y la autoestima y por lo mismo se reducen los problemas de conducta. El aprendizaje en movimiento tiene beneficios para la salud, disminuye el sedentarismo, y con ello, la obesidad y el estrés.” Algo en lo que también coincide Claudia: “El juego libre en la naturaleza es fundamental en los niños, hace que sean más autónomos, más sociables, tienen una autoregulación mayor, no les tenemos que decir que “no” todo el rato, en general se cuidan más, son capaces de ver sus límites”.

Sin duda, una de las críticas que puede tener esta metodología, es que el acceso a la naturaleza en Chile puede ser un privilegio; no todos tienen la oportunidad de acceder a bosques o parques naturales cercanos, ni tampoco pagar por un Forest School. Sin embargo, tanto Pauline como Claudia creen que esta filosofía puede adaptarse a todas las realidades, y también a colegios de educación más tradicional. “Este tipo de educación en contacto con el entorno se puede realizar en cualquier nivel socioeconómico o cultural, implementando la enseñanza y el aprendizaje en plazas o creando espacios adecuados en el mismo patio de los establecimientos a través del uso de materiales simples y naturales, que permitan la exploración del entorno y una educación integradora. El aprendizaje al aire libre es muy efectivo para todas las áreas, con mayor razón para para las ciencias naturales”, dice Pauline. Claudia agrega que lo importante aquí es salir de la sala y tener una experiencia sistemática al aire libre. “Uno puede en la ciudad ocupar el patio del colegio o una plaza cercana, ver qué contenido se puede hacer fuera, con elementos naturales. Y los niños realmente gozan, cuando aprenden al aire libre se ponen felices, motivados. Se nota en sus caras, en sus juegos y en lo que hacen”.