En cuarentena por Covid-19 positivo: "La vida es frágil, así que si amas a alguien, díselo"

Hablemos-de-amor (1)



"A mi marido Germán lo conocí cuando estábamos en el colegio. Él era compañero de mi hermano mayor y durante un tiempo fuimos amigos. Cuando egresamos perdimos el contacto y no nos vimos más durante 14 años. Hasta que nos reencontramos de casualidad cuando yo tenía 31 y él, 34. Estábamos afuera de una disco.

Esa noche yo no quería salir, pero mi hermano y mi primo insistieron. Cuando íbamos en camino, me encontré con Germán justo afuera del local y nos quedamos conversando. No habíamos sabido el uno del otro en todos esos años, y la necesidad por actualizarnos fue mayor. A mí, de hecho, me encanta bailar, pero esa noche no bailé. Me quedé con él afuera hablando de la vida: supe que había tenido una polola importante y me contó que su papá tenía Alzheimer. Yo le hablé de mis relaciones. Y así nos dimos cuenta de que varias de nuestras historias se habían entrelazado en algún minuto, sin darnos cuenta.

Esa noche conversamos hasta las cinco de la mañana. Unos días después, me invitó al cine y al poco tiempos nos pusimos a pololear. Luego de eso nos casamos y hace seis años tuvimos a nuestro hijo. Fue un milagro, porque yo tengo una enfermedad preexistente que no me permite quedar embarazada, pero algo quiso que así fuera.

En estos 11 años que llevamos juntos, lo máximo que hemos estado separados han sido 8 o 9 días, por unas vacaciones a las que fui sin él. Y hasta ahora, nunca habría imaginado que pasaría más tiempo que eso sin poder abrazarlo. Hace un mes fui diagnosticada con Covid-19 y a la fecha –me hice el segundo examen el 6 de abril– sigo con el virus activo. Llevo 31 días en aislamiento social adentro de mi propia casa y recién este martes me haré el examen por tercera vez. Y lo anhelo con tantas ansias, porque sé que esta vez dará negativo y podré volver a abrazar a mi marido y a mi hijo.

Una semana antes de que me diagnosticaran empecé a sentir fuertes malestares corporales, pero pensé que se trataba de una gripe común. Llamé a un médico que me vino a ver a la casa y me preguntó si había estado en contacto con alguien que viniera llegando del extranjero. En ese minuto me reí –aun no asimilaba que la situación podía ser grave– y le dije que si bien mi sueño era ir Italia, no había estado cerca de cumplirlo. Me dijo que tenía un resfrío y me recetó un jarabe y Paracetamol.

Al día siguiente me subió la fiebre y continuaron los dolores musculares. Y dos días después, cuando ya me sentía muy decaída, decidí ir a la clínica. De nuevo me recetaron un par de remedios, pero no me hicieron el examen. A los pocos días, cuando supe que alguien de la empresa en la que trabajo se había contagiado, entré en un estado de alerta y fui directo a urgencias. Ahí sí me hicieron los exámenes correspondientes y salí Covid-19 positivo.

A esas alturas me sentía tan mal -había perdido el olfato y el gusto por completo y hasta tomar agua me generaba nauseas- que me tuvieron que hospitalizar. Esa vez fue la última que estuve cerca de mi marido y mi hijo. No pude ni siquiera despedirme de ellos. Pero en mi cabeza pensaba que serían solo 14 días de aislamiento. Nunca imaginé que duraría tanto.

Cuando volví a mi casa, dos días después, empezaron las medidas drásticas. Ya habíamos sido cautelosos los días previos a mi hospitalización, pero ahora que me estaban dando la oportunidad de recuperarme en casa, teníamos que hacer lo posible por seguir al pie de la letra las precauciones planteadas por las autoridades sanitarias y de salud. Llegué y me instalé en la pieza de visitas, que es la más alejada al resto de la casa. No almorzamos ni comemos juntos y tratamos de no cruzarnos cuando salgo a los espacios comunes. Si nos vemos, mantenemos una distancia de tres metros.

En estos días, esta pieza ha sido el refugio que me ha visto llorar y que ha compartido mis penas y mis angustias. Porque no las he querido externalizar para no preocupar a mi familia. El consuelo lo he encontrado en silencio, de noche y en estas cuatro paredes. Pero sin duda volver a vivir con mi marido y mi hijo ha sido mi motor.

Lo que he aprendido en estos días es que esta enfermedad te despoja de todo y te hace enfrentarte a tu propia debilidad. Y si no estás fuerte anímicamente o no tienes un motor que te de fuerza, te puede derrumbar no solo físicamente, sino que mentalmente. Es muy angustiante saber que la gente que amas está en tu misma casa, pero a la vez tan lejos. Extraño a mi marido; sus besos, que me de la mano y me diga que me ama. Extraño los abrazos apretados de mi hijo.

Uno se da cuenta con estas situaciones que la vida es frágil y que lo que está a nuestro alcance muchas veces lo damos por hecho, cuando deberíamos apreciarlo más. Cosas como abrazar y tocar se han vuelto tan habituales que ni siquiera agradecemos la oportunidad de poder hacerlo, pero cuando finalmente no lo puedes hacer, te das cuenta del valor que tienen.

También me he dado cuenta de que pese a lo difícil que ha sido, tuve suerte porque mi marido y mi hijo no se han contagiado. Me siento fortalecida espiritualmente y pienso que el mayor premio que he recibido es que ellos no han presentado síntomas. Ahí es cuando desarrollas la conciencia respecto a lo importante que es seguir al pie de la letra las medidas que el mundo de la salud nos ha suplicado seguir. Llevar a cabo cada detalle vale la pena.

Pero mi mayor reflexión en estos días de aislamiento ha sido entender que lo que tenías ayer, puedes no tenerlo mañana y, por lo mismo, si amas a alguien, díselo de inmediato. No esperes.

María Gloria Osorio (43) es ingeniera en alimentos.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.