Comenzó con un pequeño tic nervioso en el dedo meñique de mi mano izquierda, de un día para otro, pero no le di importancia. Un mes después sentí la mano entera más débil, y no tuve la fuerza para levantar un vaso, así que fui por primera vez a una neuróloga. Me dijo que era estrés, me recetó ansiolíticos y comencé a tomarlos, pero esto no paró. Cuando se me empezó a dormir todo el brazo izquierdo, y lo sentí helado, congelado, con un hormigueo muy extraño, entonces supe que esto no era estrés.

En un par de semanas tuve que hacerme decenas de exámenes. Resonancias, scanner, mediciones de sangre, del corazón, y en paralelo perdí la movilidad del brazo, luego de la pierna. No sabía qué tenía, estaba angustiada y, luego de un par de meses, afortunadamente llegué a un doctor que sí lo supo:

– “¿Alguien de tu familia tiene Parkinson?”, me preguntó.

– “Sí, mi abuela tuvo”, le respondí.

– “Eso es lo que tienes. Parkinson de detección temprana. Y creo que en tu caso es genético”, me dijo.

Semanas después, otro examen confirmaría el diagnóstico con todas sus letras. Y, a mis 27 años, fue como ver el game over al final de un videojuego.

En ese tiempo, hace seis años, llevaba un par de años titulada como ingeniera en sonido, trabajaba haciendo planes de eficiencia para una empresa, mi carrera iba en ascenso y yo tenía muchos proyectos en mi vida. Sin embargo, cuando escuché mi diagnóstico, me deprimí profundamente. Como suele pasar con quienes tienen esta enfermedad, porque se te mueren las neuronas que generan dopamina –la hormona que es el motor de la motivación– y perdí las ganas de todo.

La frustración no solo era porque no iba a volver a hacer las cosas que hacía, sino porque era un duelo, tener que despedir a esa Kathy antigua, que tenía planes, una rutina, proyectos, y que se estaba yendo. No iba a poder hacer lo que quería hacer, o al menos no de la misma manera, porque no me iba a responder el cuerpo. En definitiva, no tenía más vidas. Y no lo quería aceptar.

Me dio un bajón anímico muy grande, mi sistema nervioso se alteró y eso contribuyó a que la enfermedad avanzara más rápido. Dos meses después del diagnóstico ya no podía caminar si no era con bastón, se me curvó la columna y era agotador levantarme en la mañana: me pesaba el cuerpo, no tenía motivación para levantar un ojo, estaba hecha una piedra en la cama. Llegué a un punto en que me despertaba llorando, porque no quería seguir viva, no así, pedía que por favor me muriera.

Y entonces llegué tan a fondo, tan a piso, que me dije “ya, basta, suficiente. Si no te has muerto es porque no te tienes que morir. Si estas todos los días despertando es porque algo tienes que hacer”. Comencé a entender que yo tenía la enfermedad pero que no era la enfermedad. Que yo era una mujer muy power, que tenía habilidades que iban mucho más allá del Parkinson. Empecé a entender que yo no tenía por qué padecer Parkinson. Que lo tenía, sí, pero que yo era más que solo eso.

Comencé a recordar que había cosas que sí me gustaba hacer, como el arte y la fotografía. Me di cuenta de que no sabía cuántos años me quedaban viviendo así, útil, lúcida y “ágil”. Decidí que el tiempo que me quedara, lo quería dedicar a algo que disfrutara. Ahí vino un despertar. Decidí renunciar a mi trabajo de ingeniera, irme a vivir a Pirque, terminar con la pareja que tenía en ese momento, y también hice un canal de YouTube llamado Escala Richter, para poder volcar ahí mi creatividad.

Es curioso, pero la fotografía me la heredó la misma persona que me heredó el Parkinson. Hacía muchos años, mi abuela paterna, la misma que había tenido Parkinson y de la cual fui muy cercana hasta el día de su muerte, me había regalado cuando yo era una niña, una cámara análoga. Yo le sacaba fotos a todo lo que pillaba, y ella me dijo que no podíamos gastar todo el rollo, que tendría que elegir. Así que aprendí a observar fotográficamente el mundo, desde muy niña. Y eso fue lo que recordé en esta etapa de mi vida. Volví a tomar una cámara de fotos, y me obligaba a caminar dos horas diarias, mientras iba fotografiando lo que veía. Fue terapéutico, y dejé el bastón, ya no tenía curva la espalda y podía hacer bien mi vida. Mi abuela me había heredado la enfermedad, pero también su cura.

En estos años que han pasado, me he mantenido con medicamentos en dosis altas, pero que últimamente tienen cada vez menos efecto. Mi Parkinson es uno que más bien me rigidiza el cuerpo, en vez de hacerlo temblar (que es su modalidad más conocida). Yo no tengo temblores, o muy poco. Pero sí se me acalambran los músculos, se rigidizan, me cuesta caminar. Los síntomas también incluyen muchos otros que no se ven: somnolencia, apatía, agotamiento, cansancio, hablar lento, disminución de la memoria. También falta de coordinación, equilibrio, lentitud en los movimientos. Y el fantasma constante de la depresión. Por estos días otra vez me está sacando ventaja la enfermedad, pero esta vez tengo la cabeza y el espíritu muy fuertes.

Hace un tiempo, mi doctor me habló de un tratamiento que llegó a Chile hace menos de tres años, aunque existe en el mundo hace más de 20. Somos el único país en Latinoamérica que tiene esta terapia llamada Neuro Hifu: una operación a través de ultrasonido en el cráneo, que cuesta 22 millones de pesos. Y que sirve para algunos pacientes con Parkinson. Digo algunos, porque hay que hacerse muchas mediciones para saber si uno puede ser candidata a esta operación a través de ultrasonido: te testean el cráneo y la densidad ósea; también tienes que tener solo un hemisferio dañado, y no ambos, es decir, un Parkinson unilateral. Y tu masa encefálica tiene que tener una densidad específica y suficiente para soportar la rapidez de una onda como la de ultrasonido, sin que explote, básicamente.

Yo soy candidata a esta operación, pero estoy contra el tiempo. Mi enfermedad se está trasladando hacia el otro hemisferio y mi cerebro aún está en condiciones de resistir esta operación, pero no por mucho tiempo. Mi doctor dice que en mi caso será solo por un par de meses.

Es una operación muy segura para quienes cumplimos las condiciones, es ambulatoria, reduciría mi rigidez en un 90%, tiene un resultado prácticamente inmediato y un 98% de porcentaje de éxito. Es una apuesta que vale la pena hacer, y para la cual estoy juntando cada peso. Todos los talleres de fotografía que hago, van a ese fondo. El 10 de febrero lanzaré una rifa en mi cuenta de instagram (@kath.jplz) para la cual muchas personas han donado premios, y tengo toda la fe y la confianza que lo lograré.

Hoy le doy las gracias al Párkinson, si no fuera por él no sería la fotógrafa que soy. El tener Parkinson hizo que yo me enfocara, que yo me decidiera, que yo acelerara un proceso, que yo encontrara identidad fotográfica. Me permitió darle importancia a las cosas que sí merecen la pena, así como tener mucha capacidad de observación del entorno. No es que me resigne, pero hoy vivo el día a día agradecida porque no sé cómo estaré mañana: no desde el “pobre de mí”, sino desde: “vamos, hagamos lo más posible que valga la pena”.