La adopción, un camino diferente hacia la maternidad




En la mayoría de los casos para ser madre basta menos de un año, tiempo en el que las mujeres sienten a su hijo, lo imaginan y se preparan hasta que por fin lo tienen en sus brazos. En ese momento lo observan e identifican en él o ella el parecido a su familia en los ojos, la forma de los labios, color de piel. Comienza la aventura de conocerse, vincularse y crear lazos de apego.

En mi caso el camino fue diferente. A los 37 años me diagnosticaron una falla ovárica después de muchos tratamientos de fertilidad y me dijeron que era estéril. Aún recuerdo las palabras del médico “sólo un milagro podrá hacer que seas mamá”. Pedro, mi esposo, me acariciaba el pelo y me decía que todo iba a estar bien, que estábamos juntos en este camino para apoyarnos. Lloré todo el camino desde la clínica hasta la casa. Sentía que era injusto, no lograba imaginar la vida sin hijos.

Por eso es que mi camino para ser mamá fue mucho más largo, con muchos desafíos, momentos de incertidumbre, rabia y pena profunda. Pero un camino que también tuvo momentos buenos, ya que como pareja nos unimos, nos dimos cuenta de que lo más importante es tener la convicción de que juntos podemos superar las distintas pruebas que se nos presentan, que es necesario tener un plan de familia e ir siempre juntos hacia la misma dirección.

Como mujer tuve que volver a trazar mi futuro. Siempre he sido estructurada, ordenada y de objetivos claros. Y ser madre era uno de ellos, pero en ese momento la decisión de serlo no dependía de mí ni de Pedro. Así fue que reestructuré mi vida, comencé a estudiar, viajamos, tuve nuevos desafíos laborales y en paralelo, juntos como matrimonio, continuábamos buscando la manera de ser padres.

Una vez que nos embarcamos en el desafío de adoptar y postulamos a la fundación me preguntaron de qué edad prefería mi hijo, algo que la verdad nunca me había cuestionado y que en ese momento me hizo darme cuenta de que para mí la edad no lo era importante, no importaba si tenía uno, dos o tres años, como tampoco tenía preferencias en relación a al parecido físico o color de piel. Ni siquiera si tenía alguna dificultad física o cognitiva. Sólo quería ser mamá.

Con Pedro fuimos a la primera charla de adopción en julio de 2016 y en diciembre de 2018 nos convertimos en padres. Durante ese tiempo me preguntaba cómo sería mi hijo o hija, su personalidad, su historia, sus miedos, sus gustos. Me preguntaba si me iba a aceptar como su mamá y si podría ayudarlo a tener una vida plena.

El día sábado 8 de diciembre a las hora de almuerzo nos llamaron para decirnos que ya éramos padres de un niño de dos años, que se llamaba Víctor. Su nombre me encantó. Fue un fin de semana lleno de emociones, porque por un lado quería conocerlo pronto y por otro tenía muchas cosas que arreglar en casa para recibirlo.

El día lunes conocimos su historia y la verdad es que me conmovió mucho, me dio rabia pensar que mi hijo tuvo que pasar por situaciones tan tristes y por otro lado me di cuenta del enorme desafío que estaba asumiendo. No es fácil volver a creer cuando te han abandonado tantas veces. Pero desde ese momento supe que tenía la misión de conquistar a mi hijo y lograr que me aceptara para convertirme en su mamá.

El día martes a las 9:00 hrs en punto estábamos en el hogar, a las 9:20 hrs estábamos en la sala esperando conocerlo. Yo estaba muy ansiosa, tenía ganas de llorar y reír al mismo tiempo. Y entró él a la salita donde estábamos esperándolo, vestido con su jardinera y polera de Mickey Mouse. Se veía tan rico. Era hermoso e increíblemente se parecía mucho a Pedro.

El empezar no fue nada fácil. Mi hijo estaba muy dolido, tenía muchas heridas y era necesario que volviera a confiar. Uno siempre idealiza el momento en que conoces a tu hijo adoptivo, piensas que de una manera mágica existirá una conexión que te dice es tuyo y en mi caso no fue diferente. Si bien al principio se negaba a mirarnos, lloraba y estaba enojado, en un momento, luego de comer un rico yogurt me abrazó, yo lo tomé, lo apreté contra mi pecho y supe que desde ese momento nunca más nos separaríamos. Se quedó dormido largo rato en mis brazos, lo miraba, le daba besos, sentía su respiración tan cerquita. Era tan lindo. Mi hijo era hermoso, lo recuerdo y me emociona. Ese fue el momento exacto en que me convertí en madre.

La siguiente misión era que Víctor quisiera ser mi hijo, y eso era otra etapa. Durante esa semana llegábamos sagradamente todos los días a las 9:00 hrs al hogar y de a poco Víctor nos fue abriendo su corazón. A veces se reía, a veces jugaba, a veces se enojaba, a veces lloraba. Recuerdo que su mirada era muy desconfiada, como si tuviese rabia, eso me llamaba mucho la atención y también me daba mucha pena, porque esa mirada se debía a todo lo que le había tocado vivir.

Por fin el día domingo de esa semana se vino definitivamente a casa. Fue muy lindo porque nunca más nos tendríamos que separar. Ahora comenzaba otra etapa, muy hermosa pero difícil a la vez.

Le habíamos preparado su pieza con mucha dedicación y amor, era muy linda, llena de juguetes, cuentos y colores, pero decidimos que mejor durmiera con nosotros para que se sintiera seguro y porque además es muy rico dormir con él. Al principio se despertaba en la noche llorando, tratábamos de consolarlo, lo abrazaba, le decía cosas lindas. A veces lograba calmarlo, a veces sólo lo hacía cuando se quedaba dormido, eso era muy triste. De a poco su llanto comenzó a distanciarse. Ahora duerme profundamente toda la noche y en la mañana cuando despierta me hace cariño, me da besitos y se pone feliz cuando abro los ojos.

Con Víctor nos hemos conquistado mutuamente. Lo veo y me siento enamorada de él. Es tan lindo, amoroso, tiene sus ideas claras, es cariñoso, inteligente, es maravilloso. La mirada de mi hijo cambió. Ya no es desconfiada, sino que irradia alegría y seguridad. Y eso es un regalo.

Si tuviera que pasar nuevamente por todo lo que viví para ser su mamá, lo haría mil veces y sin dudarlo. Este es el inicio de una historia que no tiene fin, de un amor inigualable y que es capaz de sanar hasta las heridas más grandes y dolorosas.

María Paz (41) es mamá y profesora.

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