“Nadie tiene un manual para ser madre” asegura un dicho que se convierte en sentencia apenas parimos




“Cuando los hijos llegan nos llenan de emoción, amor, ansiedad y culpa, y no sabemos cómo ordenar el caos de esos sentimientos mientras el cuerpo intenta reacomodar las hormonas. Ese ser en miniatura, fuente de necesidades sin límite, nos impide dormir, leer o escribir; disfrutar de un asado (¿cuántas veces pasamos dando pechuga toda la noche en alguna reunión social hasta que la criaturita se duerme y en el momento en que sales a encontrar a tus amigos, te das cuenta de que es hora de partir?) o volver al amor con tu pareja. Aún así, el instinto animal con el que nos apegamos a ellos crece día a día como una enredadera. Por ese mismo instinto, comenzamos a descifrar sus llantos y gestos. Sabemos cuándo están molestos o no. Sabemos, pero el exceso de información y comentarios ajenos hace que muchas veces no confiemos en esa intuición. Nadie tiene un manual para ser madre, asegura un dicho, que se convierte en sentencia apenas parimos.

En los noventa, cuando nacieron mis hijos, yo ya tenía un computador. Uno sin mouse que, para entrar a la web, requería utilizar comandos tipo cd y tres puntos suspensivos. Horror. Con suerte era capaz de llegar a la página principal. La conexión se realizaba a través de la línea telefónica. Si querías navegar, no había forma de llamar o recibir llamadas. Por lo mismo, jamás se me habría ocurrido buscar información en la red en vez de pedir auxilio al pediatra apenas los niños lloraban de forma diferente. Era el tiempo de las revistas de maternidad. Descubrir las dos rayitas que te cambiarían el futuro implicaba, además de iniciar el camino de las náuseas, conseguir toda la información a tu alcance, en papel. Si tu madre estaba viva, le pedías que te contara lo que alguna vez insinuó y no quisiste escuchar. Si no, recurrías al panal de mujeres dispuestas a aconsejar a una primeriza. Doctores y matronas te decían que olvidaras cualquier conocimiento ajeno, que para eso estaban ellos.

Hoy, mi hija mayor cumple treinta y dos y tiene una chiquita de casi dos años. Con sorpresa veo cómo busca en google y la información llena su cabeza y la de su marido con nuevas no-reglas a la hora de educar y alimentar. Se angustian por detalles y no le dan importancia a otras situaciones que, a los grandes, nos parecen preocupantes.

Okey, las cosas cambian en cada generación, dando paso a otros ensayos y errores. Que coma con la mano, que no la traumen con muchos ‘no’, que no la obliguen a comer. Creo que el Dr. Spock está de moda otra vez y quienes somos abuelos principiantes nos espantamos. Sabemos las consecuencias de nuestra propia educación. Pero más allá de los cambios en la crianza, veo que la cantidad de sitios web a los que se puede acceder son infinitos, no existe filtro para encontrar fuentes autorizadas. Entonces lo que aparece en una página, resulta contradictorio al leer otra. ¿Qué hacer? ¿En qué creer?

Pienso que es hora de volver al pediatra de cabecera, al médico que conoce la historia de cada niño o niña, pero sobre todo es hora de dar paso a la intuición. Creo que madres y padres sentimos lo que es mejor para nuestros hijos e hijas, y eso sólo se aprende conociéndolos, estableciendo un lazo afectivo, físico y emocional. Tocar, acariciar, jugar, leer, escuchar son verbos esenciales para sacarlos adelante, para entender que son diferentes de nosotros, para ayudarlos en el tránsito de la semilla al árbol.

Y, ojo, aún así nos equivocamos.

Mary es periodista y tiene 59 años.

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