No abrazo a mi marido hace dos semanas

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Con Patricio nos conocimos en la universidad en 2004. Él es cirujano dentista y yo enfermera, y desde que nos pusimos a pololear hace 15 años, nunca nos separamos. Hace cinco años nos casamos y este último tiempo estábamos planificando tener a nuestro primer hijo. No se había dado la instancia antes porque teníamos otros proyectos, pero justo ahora que compramos una casa y que estábamos ad portas de cambiarnos, decidimos ser papás. Hace dos semanas, sin embargo, tuvimos que separarnos. Trabajo en una clínica atendiendo pacientes Covid-19 positivos y él es inmunosuprimido producto de un trasplante renal, por lo que pertenece a la población de riesgo. No nos hemos vuelto a abrazar desde que me dejó en la clínica aquella mañana.

Yo trabajo en el piso de neurología que tiene un ala de aislamiento en la que, en otros contextos, se reciben a pacientes que tienen distintas patologías y necesitan ser distanciados del resto. Cuando el Covid-19 llegó a Chile y se estandarizó el protocolo, esa fue la unidad que se destinó para alojar a los contagiados. Supe, desde ese minuto, que mis colegas y yo estaríamos en la primera línea de la crisis. Por eso, ya habíamos hablado con mi marido que, de ser esa la situación, él se tendría que ir a vivir a la casa de sus papás hasta que esto pasara, independiente de cuánto durara. Esa mañana que me fue a dejar, como todas las otras, le dije que me correspondía el turno en esa ala. El me respondió que no me quería dejar. De alguna u otra manera, ya estábamos conscientes que sería nuestra despedida. Yo llegaría a la casa esa noche después de un turno de doce horas y él ya no estaría ahí esperándome.

Nunca imaginé que esto escalaría de manera tan vertiginosa. De hecho, esa mañana en la que me fue a dejar, en una primera instancia me tocaba estar de enfermera de apoyo –sin un contacto directo con pacientes–, pero las cosas se dieron de manera mucho más rápida. Cuando entré a la clínica sentí como todas y todos estábamos prontos a ser sumergidos por una gran ola sin salida.

Han pasado ya dos semanas y todo el equipo médico que ha tenido que enfrentar esto –y con equipo me refiero a médicos, enfermeras, técnicos, auxiliares y toda persona que ha aportado de alguna u otra manera– ha dado su todo por el todo. Estamos asustados, inquietos y a ratos profundamente tristes, pero nos mueve algo más fuerte: queremos que nuestros pacientes salgan adelante y que no caigan en ventilación mecánica. Cuando estamos ahí, damos nuestra vida.

Vivir con la incertidumbre es lo más difícil. No saber cuánto va durar. No poder ponerle una fecha de término. Y no tener idea si vamos a llegar a los niveles de Italia o España. No contamos con las certezas y el crecimiento es tan exponencial que no tenemos cómo saber. Esto se vuelve más difícil aun cuando llegas a tu casa después de un turno de 12 horas –en el que hay que actuar con extrema rapidez y rigurosidad– y no hay nadie con quien hablar. Ahí pienso en mi marido. Quiero almorzar y conversar con él. Quiero abrazarlo. Pero también sé que no soy la primera y no seré la última, y las cosas pasan por algo.

En estos días, hemos recurrido a hablar por FaceTime y me ha pasado a buscar a la clínica para llevarme a la casa. Él se sienta adelante, con máscara, guantes y ventanilla abierta, y yo me siento atrás. No nos tocamos, no nos abrazamos, pero en esos instantes –toma la ruta larga para tener un poco más de tiempo– aprovechamos de hablar y de decirnos todo lo que nos extrañamos. Luego me deja en la puerta de nuestra casa y él se va a la de sus papás. Esta es la única forma que tenemos para sacar energía y seguir adelante. Aunque sean solo unos minutos, son los minutos más preciados de mi día.

Mi vida, este último tiempo, se ha basado en estar en el ahora. Mi familia está bien y la gente que amo también. Si me pongo a pensar en qué va pasar, me puedo volver loca. Y, los que trabajamos en esto, tenemos que sacar la fortaleza y entereza de algún lado. Porque estamos todas y todos asustados.

El mundo nos va a ver distintas a nosotras después de que esto pase. Yo tuve que separarme de mi marido, que ya de por sí es difícil, pero hay compañeras que se han tenido que separar de sus hijos. No puedo ni imaginar lo que debe ser no poder darles un beso. Lo que sí sé, es que tenemos que aprender que la vida se tiene que vivir en el ahora. Porque no hay certezas con respecto a mañana.

Paulina Osorio tiene 36 y es enfermera de una clínica privada.

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