Periodista española, Marta Peirano, sobre la economía de la atención: “Nos da la sensación de que la podemos revertir con acciones individuales, pero esto es como el cambio climático; es un problema institucional”




Cuando Marta Peirano postula que las tecnologías digitales son las nuevas máquinas tragamonedas, su intención no es la de hacer una alusión metafórica. Detrás de cada una de esas tecnologías hay, efectivamente, un equipo humano que está trabajando para copiar y mejorar el diseño y mecanismo interno que hacía que los juegos mecánicos fueran tan adictivos. Y es que la lógica de ambas es la misma: suministrarle al usuario un contenido infinito –no como un libro, por ejemplo, cuyas páginas se terminan eventualmente– con una alta frecuencia de acontecimientos (o Event Frequency, como se le dice en la industria del juego), todo para capturar su atención de manera constante.

En el caso de las aplicaciones y redes sociales, estos acontecimientos pueden ser titulares, fotos, notificaciones o lo que nos salga cada vez que hacemos el gesto con el dedo de “refrescar la página”, uno que por cierto también alude a las máquinas tragamonedas, porque es el mismo que hacíamos cuando tirábamos de la palanca. Puede incluso que no aparezca nada, pero la sola posibilidad es la que nos mantiene expectantes, porque en caso de que sí exista una retribución, eso genera en nosotros un shot de dopamina. Y, como explica Peirano, está en nuestra genética buscar lo que nos hace sentir bien. A estas alturas ya hemos aprendido a depender de estos estímulos, porque en definitiva el sistema de las tecnologías –y también de las máquinas– está cuidadosamente pensado para aislarnos y volvernos adictos.

Por eso, cada vez que nos sentimos inquietos, incómodos, que hayamos tenido una pelea o sentimos que nos hace falta algo, nos metemos a interactuar con ellas. Y es que solo así le servimos a la economía de la atención, una cuyos dueños ganan plata en la medida que estemos siempre conectados y generando contenido que ellos pueden extraer. Y es que como explica Peirano, se trata de un modelo de negocios instaurado por Google y luego adoptado por Facebook, que en los últimos años ha optimizado sus herramientas, incluyendo los algoritmos de selección de contenidos, para que pasemos el mayor tiempo posible pegados a la pantalla. “Esto cambió el capitalismo como lo conocíamos y dio paso a un capitalismo de vigilancia, en el que las grandes empresas se dieron cuenta de que podían explotar las vulnerabilidades humanas en su beneficio. Se trata de una economía que exprime información del usuario y en el proceso, le exprime la vida. Pasamos más tiempo invirtiendo energía en aplicaciones que consumen nuestros datos que en cualquier otra cosa; la familia, hijos o hobbies”, explica. “Y no se trata solo de las redes sociales, que son lo más evidente. Es la televisión inteligente, una suscripción a Netflix, y en un futuro un auto que sepa rastrear exactamente dónde anduvimos y con quién”.

Y el problema de esto, según explica la especialista, es que cuantas más veces repitamos el ciclo, más adictos nos volvemos. Porque en la medida que recibamos más dosis de dopamina, entrenamos un circuito que se convierte en algo natural. “Por eso a menudo sacamos el teléfono y lo desbloqueamos sin saber por qué”, aclara. “Cuando realizamos un gesto que no nos cuesta nada y al final de ese gesto recibimos un premio o estímulo que nos genera este pequeño chute de dopamina, lo empezamos a hacer sin que nadie ni nada nos lo pida”.

Es ahí quizás donde radica la gran diferencia entre las tecnologías digitales y las máquinas tragamonedas. Con ellas éramos conscientes de que se dedicaban a extraer nuestra plata, tiempo y atención. Sabíamos, como explica Peirano, que su uso excesivo no era beneficioso para nuestra salud, sociabilidad y productividad. “Pero las tecnologías son máquinas tragamonedas que se venden como herramientas que ayudan a ser más productivos, a comunicarnos con las personas más importantes de nuestras vidas, y empezamos a creer que las necesitamos. Pero nada de eso es verdad. Hemos caído en la trampa de permitir que un objeto que está diseñado para consumir nuestro tiempo, se haya convertido en el intermediario de prácticamente todos los aspectos de nuestra vida”, explica. “Nos cuesta mucho pensar que somos adictos al Twitter porque lo usamos para estar enterados, y nos decimos que no somos adictos a la red social, sino que a la actualidad”.

Peirano lleva toda su vida profesional oscilando entre el periodismo cultural y el tecnológico, porque su principal interés está en las infraestructuras, la legislación que existe en torno a ellas y cómo afectan a la sociedad. Para eso, como explica, no existe una distinción disciplinaria. Cuando tuvo que elegir entre ciencias y letras en el colegio, eligió las dos, y así estudió latín y matemáticas. Y luego, a los 18, conoció la escena hacker que operaba en Madrid y la introdujeron al mundo de la criptografía y la protección de las comunicaciones.

¿Estamos en una dictadura de las tecnologías? Y si es así, ¿cuál es nuestro rol?

Yo lo comparo con el cambio climático, en el sentido de que todos tenemos la impresión de que esto se revierte con decisiones y acciones individuales. Si todos dejamos de hacer tal cosa, contribuimos. Pero eso no es exactamente así. Esto ya dejó de ser solamente un problema colectivo, ahora es institucional. Si nos detenemos a pensar, nos damos cuenta que es extraordinariamente difícil no tener WhatsApp, sobre todo ahora en pandemia. No es solamente la aplicación que usan por defecto varias generaciones, sino que además es la única que pueden usar las personas que utilizan Facebook, por ejemplo, en países en los que la compañía llegó a un acuerdo con el gobierno y las operadoras principales para ofrecer una tarifa cero con la cual se puede acceder a internet pero solo a través de sus aplicaciones.

Por otro lado, la mayor parte de mis amigas que usan esta mensajería lo hacen porque en el colegio de sus hijos, la administración manda los comunicados por ahí. El periódico en el que trabajaba yo utilizaba Telegram para coordinar las secciones. Entonces si no usamos estas aplicaciones, nos quedamos fuera. Quiero decir, este no es un problema que uno resuelve por su cuenta o tomando decisiones individuales. Este es un problema para el cual hay que hacer activismo si queremos que cambie. Porque en esencia, no son las tecnologías, sino que una serie de empresas que están utilizando la tecnología para la extracción de datos y la manipulación de las personas, y para eso han elegido un modelo de negocios que hace que dependamos profundamente de sus herramientas tecnológicas.

¿Somos adictos?

Estas aplicaciones siguen los principios de los sistemas más adictivos, que hasta hace poco eran las máquinas tragamonedas. Entonces frente a cualquier problema o carencia, nos lanzan corriendo a buscar esos zapatos que habíamos visto en tal tiendo online o a comunicarnos con alguien. Todo lo tenemos que resolver de manera inmediata y terminamos aislados frente a la pantalla. El concepto mismo de la adicción es más social, y está circunscrito a determinados espacios; somos adictos a las drogas, al alcohol, al juego. Pero en un principio no somos adictos a un dispositivo que usamos para trabajar, para comunicarnos con los hijos o para participar en la vida pública. Y ahí está la trampa: que creemos que sirve para eso y hemos permitido que ocupe esos espacios, cuando en realidad su función principal es la de consumir nuestro tiempo y extraer nuestros datos.

Luego nos decimos que si dejamos de mirar Twitter nos quedamos fuera de lo que está pasando e incluso sentimos FOMO (Fear of Missing Out). Pero esa sensación es parte de la adicción, que en realidad es una adicción no a la aplicación o al dispositivo en sí, sino que al circuito de dopamina al que recurrimos cada vez que no sabemos qué hacer o nos sentimos incómodos, inquietos, tenemos hambre, sed, sueño. Porque todo lo solucionamos ahora sacando el teléfono, desbloqueándolo y metiéndonos a cualquier aplicación.

¿Pero somos pasivos frente a eso? ¿No hay responsabilidad nuestra?

Lo que hay es una predisposición absolutamente humana y perfectamente lógica a buscar cosas que nos hagan sentir mejor. Forma parte de nuestro mecanismo de supervivencia. Esto se compara a la industria de la alimentación de los sesenta. Una industria que ofrecía alimentos que te hacían sentir bien en el momento, porque tenían hidratos de carbono o azúcar –como los pasteles, la comida rápida, las hamburguesas y las mermeladas–, pero que a la larga no nos sientan bien. Esta es una vulnerabilidad que no sabemos gestionar.

¿Por qué han permeado tan profundo las redes sociales? ¿A qué apelan?

La clave es que te ofrecen la ilusión de ser aceptados. Te sacan del lugar en el que estás físicamente, donde tienes una familia, amigos, compañeros –y en el que no siempre encajas del todo–, y te ofrece una comunidad completamente ficticia en la que encajas como anillo al dedo. En la que todos son como tú, piensan como tú y hacen lo mismo que tú. Las redes sociales son como la antítesis del pensamiento crítico, ya que todos te dan la razón. Por eso, más que un escaparate para gestionar nuestro yo, que te permite dar tu mejor cara, ofrecen una sensación ficticia de ser aceptados tal cual como somos. Es decir, de haber encontrado tu lugar en el mundo. Pero paradójicamente tu lugar en el mundo no es ningún lugar en concreto, es un grupo de Facebook donde a todos les gusta la misma canción que a ti.

Al lograr que estemos siempre conectados para poder extraer nuestros datos, lo que se pretende es por un lado alimentar algoritmos predictivos para predecir el futuro, y por otro lado imitar nuestras funciones. Estos algoritmos de inteligencia artificial nos estudian para poder hacer lo que nosotros hacemos. Así como la revolución industrial entre otras cosas hizo que hubieran máquinas que pudieran sustituir el trabajo manual de las personas, ahora se quiere sustituir el trabajo intelectual y creativo. Y claro, una vigilancia de 17 años es capaz por estadística de escribir un texto mucho mejor que el que tu y yo podamos hacer tratando de llegar al cierre del medio. La economía de la atención consume a las personas. Es un negocio que exprime la vida para intentar controlarla por un lado pero también imitarla. Tratando de eliminar al humano de la ecuación para poder ser más productivos.

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