¿Por qué somos flexibles con todos los demás menos con nosotras?




Gracia Gutiérrez (30) recuerda el día que le contó a su psicólogo que se sentía suspendida en el aire, sin dirección ni claridad con respecto a lo que quería hacer desde ese día en adelante. Había terminado una relación larga hace poco, se había visto agobiada en el trabajo, y había empezado a cuestionar sus prioridades hasta entonces tan marcadas. En ese intertanto, se volvió inevitable sentir una profunda necesidad de reformular sus días. Pero lejos de estar tranquila con esa inquietud, ver cómo sus estructuras hasta entonces erguidas con tanta solidez se iban desmoronando –o así lo asimilaba ella– la hacía sentir como que se había equivocado en el camino; sabía que no debía verlo así, pero se le hacía imposible no pensar que, bajo sus lógicas, había fracasado.

En qué exactamente, no lo tenía tan claro. Ni tampoco frente a quién. ¿Era un fracaso personal o un fracaso en la medida que sentía que le debía consecuencia al resto? Si no existiera la mirada juzgadora de su entorno, ¿habría sentido que un cambio en la rutina era sinónimo de fracaso? Ese día le dijo a su terapeuta: “Lo peor es que jamás sentiría que cuestionarse la vida es sinónimo de fracaso si es que me lo contara una amiga o amigo. Nunca lo vería como un fiasco o una decepción, más bien estaría feliz de que esa persona se pudo dar cuenta que sus dinámicas ya no le hacían sentido. Jamás esperaría nada más. ¿Por qué entonces soy tan poco amable conmigo misma?”

Gracia no es la única. En sociedades exitistas en las que nuestro valor está determinado, en gran parte, por nuestra capacidad productiva, se nos hace difícil asumir y aceptar que no siempre podemos rendir –o hacer rendir nuestro tiempo– de la manera que los demás esperarían, o que creemos que esperarían. Bajo esa premisa, y exacerbado más que nunca por las redes sociales en las que tenemos la capacidad de ‘gestionar’ nuestras realidades de la manera que queramos, la auto exigencia y competitividad alcanzan niveles nunca antes vistos. Y es que incluso desde pequeños se nos enseña que somos valiosos y mayormente validados socialmente en la medida que hacemos rendir nuestro tiempo de manera cuantificable. Y, como explica el psicoanalista de la Sociedad Chilena de Psicoanálisis, Felipe Matamala, cuando nos vemos incapacitados de cumplir con esas expectativas, presiones, o metas impuestas, lo más difícil es apelar al amor propio o a los recursos que hemos ido desarrollando. En cambio, lo que solemos hacer es recurrir a imposiciones externas con tal de no mirar hacia adentro.

Tiene que ver, como explica el especialista, con nuestra constitución psíquica; desde que somos pequeñas y pequeños se nos enseña y adquirimos ciertos patrones e ideales de vida, provenientes y traspasados por la cultura y por nuestras figuras paternas. En ese sentido, la adquisición y eventual apropiación de estas normas que determinan cómo debemos operar o funcionar en sociedad, nos hacen actuar de cierta manera como si se tratara de un acuerdo tácito. Cuando no lo logramos y ‘transgredimos’ esas normas, sentimos un castigo social o incluso nos castigamos nosotros mismos. Ahí aparece la culpa.

Es justamente la capacidad de desprenderse de esos ideales, de lo que en el psicoanálisis se denomina como ‘súper yo’, lo que nos hace crecer, desarrollarnos e ir identificando cuáles son las normas que nos hacen sentido y cuáles simplemente fueron introducidas por externos y nos han condicionado. “Ese súper yo es punitivo y castigador, y por eso las crisis a nivel de desarrollo dan cuenta de esos conflictos internos, de cómo somos capaces de lidiar con la realidad pero también con la decisión de soltar las normas que ya no nos acomodan”, explica. “Esas normas han sido internalizadas pero muchas veces no nos hemos ni detenido a cuestionar si nos hacen sentido. Se implementan como ideales de lo que debemos ser. Pero si no logramos en nuestra adultez superar esas normas, empezamos a rigidizarnos”.

Ahí es cuando aparece la auto exigencia y la incapacidad de volcarnos hacia la flexibilidad. “No podemos lidiar con la idea de que no estamos cumpliendo, y nos empezamos a atrapar. Vemos a los demás siendo flexibles y se lo permitimos, incluso lo admiramos, pero no nos permitimos lo mismo; le tenemos un temor profundo a lo que podría llegar a pasar y no nos damos cuenta que las consecuencias reales tienen que ver con conocernos más”, explica.

En ese escenario, el otro termina siendo una figura fundamental para enmarcar esa no flexibilidad; le permitimos serlo porque no tenemos el control de ese otro pero no nos lo permitimos a nosotros. Somos mucho más autocríticos con nosotros mismos y no nos damos la posibilidad de conocernos en escenarios nuevos en los que no nos habíamos visto antes y en los que no tenemos, finalmente, el control. “Aquí el control empieza a aparecer como un elemento primordial, en tanto me permito o no, no tener ciertos elementos anclajes para mi vida. A la larga, nuestra capacidad de flexibilización está directamente relacionada con el cuánto controlamos o no la realidad. Nos rigidizamos a modo de mecanismo de defensa, pensando que así todo está bajo control, pero es solo cuando entramos en una lógica de atrevernos a soltar y aventurarnos, que logramos realmente abordar la realidad y en el momento que venga, es decir, en el presente”.

Según el psicólogo y académico de la Universidad Adolfo Ibáñez, Claudio Araya, el querer conseguir más nace desde una buena intención. Hay predisposición y ganas, sin embargo, vivimos insertos en una cultura que premia el éxito y que promueve la autoexigencia. Tanto, que nos proponemos conseguir todo rápido, con ímpetu e intensidad. Y en ese mismo intento, fallamos en la misión. “En la psicología clínica se habla de que la solución o intento de solución es parte del problema. Como cuando se busca a toda costa ser feliz y en ese intento no lo conseguimos. En ese sentido, lo más valioso es saber soltar las propias expectativas”, asegura.

Existe una corriente y línea de investigación psicológica, como explica, que busca cultivar la autocompasión o bondad hacia uno mismo como contracorriente de la autoexigencia y las frustraciones que eso conlleva. “No es una manera de sentir lástima por uno mismo, sino de tratarnos a nosotros mismos como trataríamos a un buen amigo”, termina Araya.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.