Por qué tuve a mi hijo, a pesar de que el papá me dijera que no lo hiciera




El otro día mi amiga Michel me preguntó si contaría esta historia alguna vez. Le dije que creía que después de una década valía la pena hacerlo, porque cuando un hombre de 54 años le pide a su pareja de 43 que aborte, la historia merece ser contada.

Salíamos hacía poquitas semanas, pero el flechazo había sido inmediato. Nos presentó una amiga en común, harta de vernos solos a los dos. Él había sido su jefe y mi amiga tenía una muy buena impresión suya. Con semejantes antecedentes no lo pensé mucho. Y claro, teníamos mucho en común. Él era periodista e hijo de diplomáticos, y yo especializada en política exterior.

La primera cita fue una caminata por el parque Bicentenario, hasta que se nos fue la luz. La vez siguiente fue en un matrimonio al que lo invité de pareja. No tenía con quién ir y era justamente de unos diplomáticos. Y en medio de ese almuerzo, hicimos click. Decidimos pasear esa tarde y terminamos en Algarrobo. A la vuelta me dejó en la casa y seguimos conversando hasta que finalmente nos dimos un beso.

Era fines de enero y seguimos viéndonos y pasando lindas tardes y noches, hasta que a principios de febrero nos fuimos de vacaciones cada uno por su lado. El partió con sus hijos y yo con mi hija al campo, quien a sus 9 años estaba ansiosa por jugar con los perros. Pasamos una semana sin vernos y, a la vuelta, el silencio fue absoluto. No supe más de él, hasta el terremoto.

Ese 27 de febrero me dormí y al rato desperté con una mano en el estómago y en el silencio una voz que me decía: “Mamá anda, levántate y abre la puerta”. No era mi hija, era un niño con voz imperativa y dulce. No sé por qué, pero eso fue lo que hice. Llegué a la puerta y comenzó el estruendo de una sonajera eterna. Vecinos gritando y yo parada en el dintel de la puerta de mi departamento, en silencio, tranquila como nunca, con la mano en el estómago protegiendo algo. Mi hija despertó asustada y ante su pánico mi respuesta fue: “Hija, solo es un terremoto. No va a pasar nada”.

Y sí, claro que pasó. Y de todo. Nos quedamos con luz y agua, un privilegio entre los miles que no tuvieron servicios básicos por semanas. Era una bendición tener la despensa cubierta y no salimos de casa varios días, pero me quedaba esa voz en la mente que me decía una y otra vez: “Mamá anda, levántate y abre la puerta”. Estuvimos de sábado a miércoles en casa, pensando, mirando el desastre: era la mitad de Chile en el suelo. Hasta que tomé el auto y me fui a una farmacia. La verdad es que solo iba a comprar lo que no había comprado en una década: una prueba de embarazo. Había sido tan difícil tener a mi hija, tantas inyecciones. Pero esa vocecita no se iba.

Llegué a la casa y partí al baño. Me preparé un té y volví a mirarlo. Y ahí estaba frente a mí, dos rayitas rojas. Incrédula, partí a otra farmacia y compré dos pruebas más. Era miércoles. Recuperado el ascensor subí hecha un nudo con mi cría que me preguntaba qué pasaba, que por qué estaba roja.

Sin té y sin calma, abrí las cajas y saqué los test de su envoltorio. Todas las pruebas tenían dos rayitas. La ansiedad dio paso a la risa, al llanto, a la culpa y a la pregunta: “¿Lo voy a tener?”. Me miré al espejo y pensé que estaba ahí, que debía ser minúsculo.

Llamé a mi amiga Michel, mientras la cabeza me daba vueltas y vueltas, como en un tobogán. Llamé también a mi amiga Jimena. Las dos me preguntaron lo mismo: ¿Cuándo le vas a decir? Mi respuesta fue que, si no me lo confirmaba un médico, no le diría nada. Pedí una hora y al día siguiente fuimos con Jimena a ver a su médico. Las dos, atragantadas. Pedí una ecografía: tenía 5 semanas de embarazo. El corazoncito de mi guagua sonaba ininterrumpidamente. Las dos nos miramos y nos largamos a llorar y a reír. Entonces supe que ya no lo podía ocultar. Era 3 de marzo y tenía que recordar, explicar y aclarar.

Y eso fue lo que hice. Lo llamé después de varias semanas y le dije que nos juntáramos por un café un sábado de principios de marzo. Conversamos de las vacaciones y de pronto saqué los papeles y la prueba. Se los mostré y le dije: “Esto es lo que ha pasado”. Su cara se desfiguró y empezaron las explicaciones. Una tras otra, con un rostro que pasó del estupor a la rabia. Me dijo que él tenía hijos grandes, que estaba solo por opción y que no quería ir a más reuniones de colegio en su vida. Se quedó en silencio, me pidió que no lo tuviera. Me paré y me fui.

El sábado siguiente me llamó indignado. Que no podía permitir que naciera, que iba a trastornar mi vida, que era una tontera. Que él no quería más hijos. Le corté. Comencé a escribir una larga carta de pros y contras, de miedos e ilusiones. Fue una terapia que terminó con esta oración: “Hijo, te voy a tener”. A estas alturas se me había caído toda la admiración por el hombre y mi desprecio por él era tanto más grande que la cantidad de horas que me pasaba pidiéndole a Dios que mi hijo viniera sano.

Solo lo volví a ver para la obligatoria prueba de ADN, odisea que ocurrió cuando Clemente tenía 9 meses de nacido, que fue cuando me convencí de que no se trataba un tema de plata. Se trataba de responsabilidad.

Mi hijo nació justo el día en que sacaron a los mineros de la Mina San José, el 13 de octubre de 2010. Conmigo estaban todas mis amigas, mis colegas, mis hermanas, mis tías maternas Gladys y Julia, mi madre, a la que solo le pude contar a los seis meses de embarazo, cuando me la encontré en el mall y de la que rehuí por vergüenza. Y es que fue tremendo admitir que, con 43 años, vivía lo de una de 15. En efecto, todo cambió, pero yo sabía que el niño era niño y estaba perfecto.

Le puse Clemente, “hombre que hace el bien” y hoy tiene 9 años. De más chico me preguntaba dónde estaba su padre. Ahora, de más grande, que si sé dónde vive, dónde trabaja. Los niños siempre preguntan y uno debe responder exactamente lo que preguntan, así al menos me lo recomendó un psicólogo: si te pregunta qué hace el padre, respóndele eso. Si te pregunta dónde vive y sabes, le dices. Si no sabes, dile que no sabes. Aunque al tener mis respuestas, ha habido llanto y más de alguna pataleta, la conformidad ha sido muy superior a la frustración.

Lo que no ha sido simple ha sido acompañarlo como niño. La diferencia de edad es un tema, que sin la ayuda de mi tía Julia no sé cómo lo habría resuelto. ¡Qué bendición son los mayores!

Mentiría si dijera que ha sido fácil, pero imagino que, a diferencia de muchas mujeres, la convicción de tenerlo surgió desde el interior. Y de la fuerza y el apoyo de todo mi entorno. Para mí este hijo es un regalo de la vida.

Loreto tiene 54 años y es historiadora.

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