Romper con el pasado

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Romper con un nombre

El abuelo de mi marido, mi suegro y mi marido, se llaman Saladino. Para no confundirlos, a mi suegro le decían Sala y a mi marido Dino. Cuando nació mi hijo mayor, todos esperaban que siguiera con la tradición, pero encontré que no era nombre para una guagua. Investigué un poco y descubrí que es de origen árabe y está relacionado a un líder musulmán, o sea, venía de algo demasiado grande, antiguo y alejando a mí como para nombrarlo así. Pensé en su futuro y quise que el nombre fuera para él, no para sus antepasados. No es que lo encontrara feo, pero me sonaba a guerra, a conflicto.

Con el tiempo he sacado una conclusión: las tres generaciones previas a mi hijo llevan al nombre Saladino impregnado en sus características personales. El papá de Eduardo es inquieto, autoritario, muy de hacer cumplir su voluntad, y así también era su propio padre. Lo que él decía, se hacía. En la parte sentimental siempre buscaban la seguridad en la casa, pero a la vez tenían que tener algo por fuera. Todo eso lo asocio a lo antiguo, a cuando el hombre mandaba.

Cuando tomé la decisión de no usar Saladino, mis suegros se sintieron, pero ¿por qué tenía que ponerle yo a mi hijo como ellos quisieran? Como mi marido se llama Saladino Eduardo, trancé y le puse su segundo nombre. Luego nació mi segundo hijo y, de nuevo, quisieron que siguiera con la tradición. Pero a mis hijos les pongo como yo quiero.

Soledad Vicencio, 63 años.

Rechazo el cuero

Mi mamá es de la idea de heredar las cosas en vida y lo que más intenta regalarme son carteras de cuero, pero yo no puedo andar con un animal muerto encima.

Dejé la carne hace más de 15 años, cuando aún estaba en el colegio, pero mi problema con los productos de cuero se fue dando después y de forma paulatina. Primero me empezó a molestar el olor del pasillo de la carne en el supermercado y después el de las chaquetas. En mi experiencia, cuando dejas de consumir estos productos les empiezas a sentir un olor más fuerte al que sientes cuando comes carne.

A pesar de esto, la idea no es que cuando te vuelves vegetariano tengas que botar todos tus productos de cuero para comprar otros con materiales sintéticos, porque eso genera un consumo innecesario.

El llamado es a utilizar las prendas hasta que terminen su vida útil. Fue por eso que una vez le acepté una Louis Vuitton, pero se la tuve que devolver porque me superó el olor.

Mi cruzada con mi mamá es que se compre carteras de otros materiales, que no por eso van a ser de peor calidad. A ella le transmitieron que el cuero es un plus, así que trato de explicarle que en realidad lo que pagas cuando compras una cartera de marca es su diseño y terminaciones, no su material.

Ignacia Uribe (34)

Elegí un camino propio

Vengo de una familia con alma zapatera. Mi abuela Mercedes Bravo tenía un taller de descarnado de zapatos en Victoria. Mi padre, Pedro Bossay (75), siguió con la tradición y abrió Calzados Blando, de zapatos para niños. La fábrica estaba en la calle Chiloé y llegó a tener 100 personas a su cargo. Mis primeros recuerdos son jugando ahí o recorriendo Chile con la camioneta cargada de zapatos que mi papá iba vendiendo. Siempre supe que el calzado era un oficio bonito, me críe en ese barrio, pero al salir del colegio sabía que quería hacer otra cosa y entré a Sociología. En ese momento no me cuestioné mucho quién seguiría con el oficio, quizás porque mi papá siempre nos alentó a estudiar. Mirando hacia atrás, creo que él siempre quiso que yo siguiera ligado al negocio, pero eso no sucedió. Por suerte mi hermano siguió su camino y hoy tiene su propia fábrica de zapatos. A mis 44 años, me da pena que el oficio del zapatero desaparezca. Victoria está marcado por los cueros y los zapatos y la identidad del barrio se la dan las personas que trabajan en esto. Ojalá que el negocio de mi familia siga por mucho tiempo más y mi hermano continúe con la tradición. Es un trabajo bonito, pero muy sacrificado. Espero mis hijos SofÍa y Santiago encuentren su vocación en otra profesión.

Claudio Bossay (44)

La tradición de no decirse las cosas

En mi familia hay pocas tradiciones. No existe un día fijo de la semana en que nos veamos ni una fecha en el año que sea significativa sólo para nosotros. Individualmente cada uno se ha ido armando sus costumbres y aunque esa distancia a mí me encanta porque bien podría tratarse de una forma de respeto, también esconde un riesgo: el de no decirse las cosas. Tanto la familia de mi mamá como la de mi papá han desarrollado estrategias, algunas sofisticadas y otras más burdas, que oscilan entre la omisión y la diplomacia, todas para guardarse cosas. No cosas banales, sino que verdades que para las generaciones más jóvenes podrían resultar luminosas, clarificadoras. No se trata de interpretaciones, sino que hechos que nos podrían ayudar a entender en qué nos hemos equivocado en el pasado, por qué y cómo reparar eso para avanzar. Desde hace un año me propuse romper con esta tradición y para hacerlo, empecé por mí misma. Tuve que ser honesta conmigo, con mi historia, con lo que me pasaba y con lo que quería de mi vida. Y esto generó un quiebre. Se dice que no hay nada más fácil que ir con la verdad por delante, pero nadie te dice que cuando recurres a la verdad, no todos alrededor tuyo van a quedar contentos: algunos se van a ofender, otros a preocupar y a otros abiertamente no les va a parecer. Lo bueno es que ninguno va a quedar indiferente. El valor de la verdad es que es irrefutable. Hay cosas que simplemente son y lo que requieren de nuestra parte es ser reconocidas, verbalizadas y compartidas. Para que existan. Para que rompan. Y para que a partir de esa crisis, se construya algo nuevo y honesto.

Ariel Richards (38)

Dejé atrás el machismo

Vengo de una familia bien conservadora y machista en varios aspectos. Mi papá era hijo de inmigrantes europeos -quizás un poquito más abierto de mente- pero mi mamá era muy a la antigua. Como era el único hombre, si no había ayuda, mis tres hermanas me tenían que hacer hasta la cama, pero cuando formé mi propia familia con mi señora siempre practicamos un modelo igualitario. Cuando nos casamos, todavía no terminaba la universidad y como estudiante no tenía ingresos. Ella, en cambio, trabajaba y le iba bastante bien, así que al principio se hizo cargo de la casa. Nunca tuve ningún prejuicio frente a eso, porque siempre he pensado que el matrimonio tiene que ser colaborativo. Y por lo mismo toda la vida he participado de las labores del hogar como lavar platos o cocinar, y esto último lo hago incluso mucho más que mi señora porque a mí me encanta. También creo que fui uno de los primeros de mi generación en cambiar pañales y siempre participé de las tareas de crianza. Cuando nacieron nuestros hijos -dos mujeres y un hombre- jamás hicimos una diferencia. A mis hijas nunca les dijimos que no podían hacer algo o que tenían que hacer algo por el solo hecho de ser mujeres. Y gracias a eso son totalmente independientes y empoderadas en sus decisiones. Ambas estudiaron carreras científicas -medicina y bioquímica- y siempre se han hecho cargo de sus decisiones, de sus éxitos y fracasos, al igual que mi hijo. Me acuerdo que cuando la mayor era chica me dijo que quería ser presidenta de la república, algo que hace 35 años atrás era impensado. Yo le respondí que, en caso de presentarse al cargo, obviamente votaría por ella.

Carlos Hirigoyen (68)

La ecologista de la familia

En mi casa siempre hubo un solo basurero donde iba a parar todo: plásticos, cáscaras de fruta, latas, vidrios, desechos. Mis papás jamás me enseñaron a reciclar, y aunque ellos crecieron en una sociedad mucho más ecológica, nunca fueron conscientes de eso. Cuando eran chicos, el plástico todavía no existía, todo se compraba a granel, la leche venía en botellas de vidrio y envolvían los alimentos con diario. Lamentablemente, después vino la era de lo desechable y yo crecí en ese mundo. Me acuerdo perfectamente cuando tomé consciencia medioambiental; fue en Australia. Me fui a vivir allá en 2014 y por primera vez vi en una cocina cinco basureros para reciclar. Me acuerdo que, además, arriba de la mesa había un canasto donde se dejaba todo lo orgánico, pero la primera vez pensé que era un basurero normal y tiré ahí cualquier cosa. El australiano con el que vivía me dijo que eso era para el compost, y tuve que googlear qué significaba eso. Así de ignorante era en el tema. Después de ese viaje, decidí empezar a investigar y a estudiar más. La primera medida que tomé fue reciclar, después decidí dejar las carnes y después hacer compost. A medida que vas estudiando te das cuenta que puedes hacer mucho más, incluso cambiar tus hábitos al cien por ciento. Me di cuenta, por ejemplo, que podía cambiar mi cepillo de dientes de plástico, que no se va a reciclar nunca, por uno de bambú; que me podía ir en bici a la pega; que podía comprar con bolsas de género. Y muchas otras cosas que no implicaban ningún esfuerzo real. Hoy día lucho para que mis papás tomen más consciencia, porque el día que tenga hijos los voy a educar así. Incluso los amenazo y les digo que no voy a ir a Talca, donde viven, si no cambian sus hábitos. Sé que es difícil cambiar a esa generación, por eso nosotros tenemos que hacer el cambio, sobre todo para las futuras generaciones. Nosotros vimos bosques, conocimos la nieve, nos pudimos bañar en el mar, pero así como estamos, no sé si nuestros hijos o nietos lo van a poder hacer. Por eso decidí ser una ciudadana consciente y motivo a mis papás y a mi círculo para que también lo sean

Constanza Del Río (31)

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