Ser madrastra a los 30




“Luego de cuatro meses de pololeo con mi actual pareja, conocí a su hija que, en ese entonces, tenía tres años. Su paternidad era algo de lo que sabía y tenía presente antes de conocerlo y formalizar nuestra relación, pero no me preocupaba especialmente. De hecho, años antes de comenzar lo nuestro, cuando le conté a una amiga que él me parecía lindo, su respuesta fue ‘sí, pero tiene una hija’. En ese momento, que sólo me gustaba, abandoné la idea de acercarme, frente a un ‘pero’ que sonó muy complejo. Pero después ese papá se terminó transformando en mi compañero por muchos años.

Desde el comienzo de nuestra relación mi pololo siempre quiso incluir a su hija en nuestros panoramas y en nuestra vida en conjunto. Yo al principio me negaba, no porque no me gusten los niños o la idea de compartir el amor con alguien más, sino por el miedo de entrar a la vida de una niña sin la certeza de que ese vínculo durara mucho tiempo. Además, estaba a punto de irme al extranjero a estudiar y tenía la incertidumbre de cómo iría a funcionar nuestra relación amorosa a distancia.

Pero funcionó. Funcionó tan bien que, a mi vuelta a Chile, dos años después, nos fuimos a vivir los tres a una casa en El Quisco. Comenzaba la pandemia, hacíamos cuarentena, pero también armábamos una familia con rutinas y costumbres nuevas. Como yo hacía teletrabajo, me tocaba cuidarla durante el día, algo que definitivamente fortaleció nuestro lazo. Fue ahí cuando decidí aceptar este proyecto de familia, siendo también consciente de que mis metas y sueños quizás quedarían atrás en la jerarquía de las prioridades.

Para mí es súper lógico que la prioridad número uno de mi pololo sea su hija y no yo. Sin embargo, por tener planes de vida en conjunto, he dejado de lado algunas de mis necesidades por priorizar su paternidad. Y ese es un compromiso que decidí tomar. Implica, por ejemplo, saber que tengo que estar siempre fija en un mismo lugar, y no trabajando en producciones audiovisuales por el mundo; que mi vida está sujeta a la de otra persona de una manera igual de comprometida que en una relación familiar.

En este momento siento que este proyecto de familia para mí es tan importante, que independiente de si no dura toda la vida, va a durar lo suficiente. Esta idea siempre me ha reasegurado en esos momentos donde cuestiono si quiero estar acá o viviendo por el mundo y trabajando en proyectos espectaculares. Pero estoy aquí. Y lo estoy porque ella también pasó a ser mi prioridad número uno. Fui conectando con ella de una manera muy maternal. Si bien no la vi nacer ni estuve durante los primeros tres años de su vida, la he visto crecer, la he cuidado, le he enseñado y me ha enseñado. Hemos crecido juntas, es como mi familia y ella también me ve así, a mí, a mis hermanos, abuelita y papás, con quienes naturalmente se fue generando una sensación de familiaridad y cariño. De hecho, le encanta ir a visitarlos, arman paseos y mis papás le envían siempre juguetes o cosas que saben que le gustan.

Ser madrastra a los 30 años, este proceso de armar familia con alguien que ya tiene una, ha sido enfrentarme a un futuro que nunca imaginé. De hecho, antes de conocerlo estaba segura de que no quería tener hijos y ahora soy como una mamá. Me siento como una al menos. Aunque tener una hija no parida por una misma tiene una carga. Y es que una entra en una relación que viene con mucho peso, es entrar a una familia quebrada. En mi caso, nunca he querido ni necesitado entablar una relación con la mamá de mi hijastra, pero aún así percibo buena onda en las instancias en las que nos toca compartir. He entendido –y aceptado– que ellos van a tener para el resto de sus vidas una relación, no siempre buena, pero para siempre. Y en esa situación decidí mantenerme completamente al margen, apoyando emocionalmente y aconsejando a mi pololo cuando él me lo pide.

No niego que aún así, el peso de la palabra “madrastra”, algunas veces me ha afectado. Es que por mucho tiempo ha sido visto como un vínculo que no es tan cercano. De hecho he estado envuelta en micro situaciones donde me han puesto “en mi lugar” de madrastra y no madre. Es como si las personas que habitan ese entorno donde antes había un papá y una mamá, como el jardín o el colegio, estén a cargo de recordarme que soy la polola del papá y no la mamá, minimizándome y encasillándome en un “deber ser” de madrastra a la que no le corresponde nada. Pero yo creo que las madrastras también podemos ser buenas; sentir un amor genuino y querer ser parte de la vida de esos niños desde esa misma emoción. Y en ese sentido, mi pololo siempre ha sido un aliado, ha sido generosos y ha compartido conmigo su paternidad, lo que me ayudó mucho en esta transición de convertirme en madrastra”.

Silvia tiene 31 años.

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