¿Somos realmente conscientes de por qué nos depilamos?




“La primera vez que tomé consciencia de mis pelos fue en el colegio, a los nueve años. Comenzaba la época de calor y una de mis mejores amigas –la “más linda” del curso– apareció en la mañana sin pantys. Sus piernas, sin pelos, eran muy lindas. Pensé por qué no las tenía así. Ese día llegué en la tarde a mi casa a mirar las mías con detención. Lo primero que encontré fueron muchos pelos. No me atreví a decirle a mi mamá que eso me hacía sentir mal, así que me encerré en el baño y con una tijera comencé a cortarlos. ¡Sorpresa! Mis piernas, tras esos pelos, también podían ser tan lindas como las de esa niña. Me ilusionó la idea, así que me pasé la tarde entera cortando mis pelos con esa tijera. A pesar de un par de cortes pequeños en la piel, el resultado fue para mí un sueño. Al otro día llegué al colegio con calcetas y jumper corto. Por fin podía tener unas piernas lindas”, cuenta Alejandra (39).

Historias como la de ella, hay cientos. Quizás tantas como mujeres en el mundo. “Los hábitos depilatorios de las mujeres se han intensificado en nuestra sociedad hasta el punto de que actualmente el único lugar donde es aceptable que una mujer tenga pelo, es en la cabeza, en las cejas y en las pestañas”, explica Bel Olid al principio de su libro A Contrapelo o por qué romper el círculo de depilación, sumisión y autoodio (Capitán Swing, 2020). Este no es un libro contra las mujeres que se depilan, es un libro contra el control social de los cuerpos de todas las mujeres, tanto las que lo hacen como las que no. “A medida que hemos ido destapando los cuerpos de las mujeres en el cine y en la publicidad, hemos podido compararnos a ellas o, mejor dicho, nos han obligado a compararnos a ellas. La falta de modelos diversos y el hecho de que los únicos cuerpos posibles y deseables sean los que no tienen pelos, instala la depilación como un peaje ineludible de la construcción de la mujer”, dice.

Por eso es que muchas odiamos nuestros pelos, como le ocurrió de niña a Alejandra. Luego de la tijera, pasó por la rasuradora, la que usaba sin ninguna instrucción. “Me avergonzaba a tal punto de mis pelos, que ni siquiera era capaz de pedirle un consejo a mi mamá, entonces cientos de veces me pasé la gillette sin agua, con la piel seca, lo que me dejaba una irritación brutal”, cuenta. Y eso que su mamá tenía una máquina de cera y una epilady en casa, y Alejandra la vio depilarse toda la vida junto a sus tías. “En la casa en que veraneamos mis tías se acostaban en el living a ver la teleserie y mientras tanto, se pasaban la máquina por todo el cuerpo”, recuerda.

Alejandra no culpa a su madre ni a sus tías por llevar a cabo esta práctica, solo lo comenta como una realidad que es imposible separar de sus hábitos actuales. “Lo vi en casa por tanto tiempo, que también lo repetí. Y también repetí las frases que decían mi madre y mis tías al referirse a una mujer que no se depilaba: rara, sucia, cochina”. Quedaron tan grabadas en su mente que hoy, que es madre de una niña de siete años, ya piensa en cómo hacer que su bigote se note menos. “Yo sufrí en el colegio cuando me molestaban por ser peluda. Y aunque sigo viendo a mi hija como una guagua, no puedo evitar pensar en cómo disimularle esos vellitos. He pensado en partir decolorándolos. Esa práctica también la vi de chica en mi familia, y fue la primera que usó mi mamá conmigo una vez que me atreví a decirle que me molestaban por mis bigotes. El día que le conté llegó con un blondor a la casa, diluyó el polvito en el agua oxigenada, lo puso sobre mi boca y me dejó ahí esperando mientras yo me desesperaba por la picazón. A pesar del sufrimiento, el resultado me encantó. Me sentí más linda”, recuerda.

Al poco tiempo Alejandra pasó a la cera. Y aunque dice que fue uno de los dolores más grandes que ha sentido, ese tipo de depilación fue el que instauró en su vida. “Me duraba más y la piel me quedaba suave, porque no solo se tiene que ver sin pelos, también se tiene que sentir así”, dice.

Bel Olid explica en su texto que decir que la depilación es una opción personal, que lo hacemos libremente y que nadie tiene que meterse en eso puede darnos una sensación de libertad, pero nos estamos engañando a nosotras mismas. ”El primer motivo, ‘me siento más atractiva/mejor/más guapa’, está claro: te sientes más guapa depilada porque todos los modelos de belleza que has tenido desde que naciste iban depilados, de la misma forma que te sientes más guapa cuando estás más delgada, cuando llevas el pelo largo, cuando te maquillas, cuando te pones ropa convencionalmente más femenina, etc.”, explica Olid. Este modelo de feminidad que hemos consumido nos exige tiempo, dinero y dolor y, además, la exigencia de sentirnos guapas pero, ¿podemos vivir, existir y ser felices sin depilarnos?

Quizás una manera es partir con las niñas, preguntándonos si estamos respondiendo de forma eficaz al bullying que se hace a aquellas con más pelos: “En vez de recomendar que se ataque la raíz de tal violencia (y se mande al psicólogo a los agresores, por ejemplo), recomiendan que nos deshagamos del vello de las niñas. […] No hay espacio para celebrar el cuerpo que tenemos tal como es y la lección que damos es durísima: si quieres sufrir menos violencia, si quieres gustar, adáptate a lo que se espera de ti. A la vez, los que ejercen la violencia también aprenden que su intolerancia tiene premio: al final, se trata de insistir en el desprecio y el insulto hasta que la otra sucumbe y se conforma”, dice la autora.

Y concluye: “¿Cómo nos libramos de sentirnos feas cuando no nos depilamos?: Corrientes como el de positividad corporal, que propugna que todos los cuerpos son hermosos, y el de neutralidad corporal, que defiende que el cuerpo, hermoso o no, nos permite vivir y ese es motivo suficiente para aceptarlo y amarlo, nos pueden ayudar inmensamente a liberarnos de las cadenas de una feminidad que nos exige tiempo, dinero y dolor. Y, por otra parte, vale cuestionarse: ¿por qué quiero gustarle a todo el mundo constantemente? ¿Los beneficios que me reporta la aprobación social compensan los esfuerzos que se me exigen para obtenerla? Y, más allá de si gusto o no, ¿he pensado quién me gusta y por qué? ¿Quiero gustarle a alguien a quien le parezco asquerosa tal y como soy recién levantada?”.

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