Sábado amarillo en París

chalecos amarillos francia
Manifestantes se enfrentan a la policía cerca del Arco del Triunfo de París, el sábado. Foto: AFP

Bien sabe Macron que un gobierno que pierde autoridad es presa fácil para la oposición y los grupos de interés. En política no se pierde oportunidad de hacer leña de un árbol caído.


Mi señora me llamó para que no volviera a la casa. Me instó a alargar la caminata de sábado por la tarde con mi hija, para alejarme del barrio, mirando con cuidado hacia dónde me dirigía.

Para que no hiciera caso omiso a su consejo, me envió sus grabaciones en que gilets jeunes levantaban una gran barricada debajo de nuestro edificio, mientras a nuestra ventana llegaba el humo tóxico de un auto incendiándose, a metros de donde había estacionado el mío.

Con determinación empujé el coche con mi hija, de año y medio, de vuelta a casa. Bordeando el Sena, con ojo atento a los movimientos cerca del Museo de Orsay, intentaba vislumbrar policías y comprobar la seguridad de la ruta.

Unos 700 arrestos. Cerca de 200 heridos. Más de 100 autos quemados. Cientos de tiendas destrozadas y seis edificios incendiados. Todo esto en el centro histórico de París. Según la prensa, las protestas más violentas desde mayo del 68.

Todo comenzó hace algunas semanas como una reacción al anuncio de un alza del impuesto al diésel y la bencina, de 6,5 y 2,9 centavos de euro por litro, respectivamente. En forma espontánea, conductores aparecieron con los chalecos amarillos, que por ley se deben portar en el auto, para protestar por los aproximadamente $ 10.000 adicionales en su gasto mensual.

El símbolo del malestar subió como espuma. Sin líderes, carente de orgánica y sin lista de demandas, los gilets jeunes se tomaron las calles. Sus millones de integrantes pertenecen a la clase media y baja. Surgen de las ciudades y son prevalentes de zonas rurales.

Si bien el impuesto a los combustibles suele ser explosivo, la fuerza y popularidad (cerca del 80%) de los chaquetas amarillas refleja algo más profundo.

Entre las caóticas y variopintas protestas amarillas, en ocasiones contradictorias entre extremistas de izquierda y derecha, resuenan demandas razonables frente a un Estado francés desgarbado, desgastado y capturado. Piden una revisión completa a un sistema tributario injusto y agobiante. Mejoras en los servicios públicos; mayor consideración con las zonas rurales, y más calle o cercanía con la gente de a pie.

El Estado francés bate todos los récords en Europa y el mundo con su exorbitante presupuesto, superior al 50% del producto nacional. El porfiado desempleo no se despega del 10% por las rigideces laborales, altas cargas sociales, tributarias y los generosos seguros de desempleo. Me sobran historias de amigos franceses que usaron el seguro para recorrer el mundo o, los más ambiciosos, para financiar el inicio de emprendimientos personales.

Las raíces históricas de tal sistema se remontan al período de posguerra, como medidas de prevención a la expansión del comunismo. Sin embargo, en las décadas del liberalismo, cuando los países se remecieron de esas herencias de la mano de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, en Francia el socialista Francois Mitterrand habitó por 15 años en el Élysée.

Macron ha sido un gran crítico de los giros en "U" de sus antecesores frente a las protestas callejeras. En 2006, corta vida tuvo la reforma para flexibilizar el mercado laboral juvenil cuando las calles se inundaron de autos quemados y violencia. Alain Juppé será recordado por retroceder sobre sus pasos, al estilo Michael Jackson, cuando intentó modernizar el Estado en 1995.

Hasta ahora, Macron ha mostrado ser un político excepcional. Con su nuevo movimiento En Marche no solo conquistó la Presidencia, sino también logró una inédita mayoría parlamentaria. En sus primeros meses, pasó reformas laborales, educacionales y de ferrocarriles. Sin embargo, el alza a los combustibles ha probado ser una torpeza.

Privilegiar las políticas medioambientales de la Unión Europea y del Acuerdo de París, haciendo caso omiso a las presiones sociales que imponen en los grupos menos medios y bajos, fue una apuesta arriesgada en un mundo en que intereses nacionales han ganado terreno frente a objetivos globales.

Los gilets jeunes encarnan el conflicto de una mayor globalización con las frustraciones de sus perdedores. Este es un impulso para los movimientos populistas europeos a solo seis meses de las elecciones parlamentarias de la Unión Europea.

Esta semana, el gobierno francés ha intentado bajar las presiones anunciando una suspensión al alza de combustibles; congelar los precios de la electricidad y el gas, y un referéndum al sistema tributario. Sin embargo, como un chaqueta amarilla anunció en la radio: "No nos contentaremos con migajas, ahora queremos la baguette completa". Los estudiantes comenzaron a tomarse colegios para revertir la reforma educacional. Los sindicatos comenzaron a anunciar movilizaciones para la próxima semana. Y este fin de semana se espera otro escenario de guerra.

Bien sabe Macron que un gobierno que pierde autoridad es presa fácil para la oposición y los grupos de interés. En política no se pierde oportunidad de hacer leña de un árbol caído. Marine Le Pen ansía no solo leña, sino que astillas y ceniza si se puede. Ya pidió unas elecciones parlamentarias adelantadas con miras de incendiar la próxima elección presidencial.

El ambiente en Francia sigue cada vez más enrarecido. Se ha hablado de volver al Estado de Emergencia y desplegar tropas armadas. Vale recordar que París, como lo conocemos, fue diseñado con amplias avenidas por el barón Haussmann y Napoleón III en el siglo XIX, no solo por su sentido estético, sino que también para facilitar el ingreso expedito del Ejército a la ciudad.

En los próximos días, Macron se jugará su gobierno y agenda reformista. Aún falta implementar peliagudas medidas para modernizar el Estado y bajar los gastos sociales.

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