¿Basta con jugar para comenzar a aprender?


¿Es el juego educativo en sí mismo? ¿Basta con jugar para comenzar a aprender? Contra la extendida creencia de que aquello es así, las investigaciones en torno al tema no han arrojado demostraciones concluyentes acerca del inherente valor pedagógico del juego. Más aún, en la práctica educativa cotidiana, diversos juegos infantiles son objeto de desaprobación. Cómo entender, de otro modo, la frase repetida hasta el cansancio en tantas salas de clase: "Déjese de jugar y póngase a trabajar".

Cosa distinta son las potencialidades de aprendizaje que conlleva el juego. En efecto, jugando podemos aprender, y mucho. En primer lugar, se puede aprender precisamente a jugar, pues esta actividad constituye una práctica socioculturalmente asimilada desde que somos niños, y no un comportamiento natural o innato como tiende a creerse.

Aprender a jugar quiere decir, por sobre todo, aprender a manejar el simbolismo del juego, su "no literalidad", reflejada en la certera frase con que los niños nos indican: "Hagamos que…". Este manejo del "segundo grado" del juego puede permitir un ejercicio de la reflexividad, una toma de distancia respecto de lo real, que es soporte del pensamiento abstracto.

Como señala el filósofo francés Gilles Brougére, experto en las relaciones entre juego y educación, más allá de contenidos a "introducir" o de habilidades específicas que se busque reforzar con tal o cual "tipo" de juego, son la forma general del juego y sus características de funcionamiento las que abren posibilidades de aprendizaje.

Consideremos un primer elemento: la decisión de jugar. No se puede "obligar" a jugar o, al menos, esta obligación puede reducir le percepción subjetiva de que en verdad estamos jugando. Ejercitar esta decisión, poner en práctica la capacidad de decidir si se quiere jugar y luego, continuar jugando, o incluso aceptar las decisiones de otros, lo que también es decidir, puede tener efectos positivos en términos de motivación, además de ofrecer una experiencia de control de la acción poco frecuente para los niños. En segundo lugar, la consideración de reglas puede permitir compartir y negociar significaciones, objetivos y roles. Tercero, y asumiendo que todo juego es incierto en sus resultados, puede ser interesante justamente aprender a manejar o a aceptar dicha incertidumbre. Y finalmente, la minimización de las consecuencias del juego – "si te equivocas, no importa" – puede ofrecer un espacio de experimentación.

Ahora bien, ¿cómo el juego, con estas características y potencialidades, puede ajustarse a un contexto educativo formal? Algunos elementos pueden generar especial resistencia. Si la estrategia educativa se basa en el manejo y control de objetivos predefinidos, el docente puede desconfiar de la aleatoriedad de resultados del juego. De hecho, si lo que nos importa de preferencia es el resultado, tenderemos a desestimar el valor de un proceso en el que el fracaso o el error tienen plena cabida, sin temor a las consecuencias. Finalmente, si jugar implica decidir hacerlo – considerando la posibilidad de que alguien prefiera restarse –, respetar dicha decisión supone, para el educador o educadora, confiar en la iniciativa del jugador y aceptar una pérdida de poder relativa. Dejar que el niño juegue es aceptar que dejamos, al menos en parte, de controlar su proceso de aprendizaje.

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