Columna de Álvaro Vargas Llosa: El referéndum sobre Trump

TRUMP
Foto: Reuters

Hay suficientes razones para sostener que Trump no está derrotado, pero las hay también para sostener que este es el comienzo del fin de su Presidencia.



Las elecciones de mitad de mandato fueron planteadas por el Presidente Trump como un referéndum sobre él. No hacía falta: eso era lo que los electores habían decidido incluso antes de que él se lanzara a hacer campaña por sí mismo. ¿Por sí mismo? Sí, por sí mismo: Trump no estaba en campaña para retener la mayoría de las dos cámaras del Congreso sino para preservar sus posibilidades de ser reelecto dentro de dos años.

¿Lo logró? A primera vista, no. A segunda vista, no pero sí... Hay suficientes razones para sostener que Trump no está derrotado, pero las hay también para sostener que este es el comienzo del fin de su Presidencia. Y esa ambivalencia en el resultado complica mucho el análisis y exige estirar la liga más de la cuenta si se quiere extraer conclusiones definitivas.

Empiezo por dar la buena noticia: una personalidad tan peligrosa como Trump necesita frenos. Los ha tenido en estos dos años gracias a la democracia estadounidense, pero ahora serán más fuertes de lo que eran. La captura de la Cámara de Representantes por parte de los demócratas añade una barrera más entre el temperamento de elefante en la cristalería que tiene el Presidente y la posibilidad de hacer efectivos sus arranques de prepotencia política y agresividad contra todo aquello que se lo pone enfrente.

En realidad, se trata de una cualidad que exhibe la democracia estadounidense desde hace mucho tiempo. Me refiero a esa costumbre de la sociedad civil de equilibrar el peso de los poderes del Estado en las elecciones de mitad de mandato. Desde 1946, hubo 18 elecciones de mitad de mandato y, salvo casos excepcionales, el más reciente de los cuales fue la victoria republicana en los comicios para la Cámara de Representantes en el primer gobierno de Bush hijo, lo normal ha sido el triunfo de la oposición. A veces, por muy amplio margen. Fue el caso bajo el primer gobierno de Barack Obama, cuando, en 2010, los republicanos arrebataron al oficialismo más de 60 escaños. Entre las muchas ocasiones en que un presidente republicano perdió las elecciones legislativas a los dos años de gobernar, hubo incluso dos en los que la situación producida fue casi idéntica a la que se ha producido esta semana. Ocurrió en los gobiernos de William Taft y Herbert Hoover, en 1910 y 1930, respectivamente, cuando los republicanos retuvieron, como ahora lo ha hecho con Trump, el Senado pero perdieron la Cámara de Representantes.

La división del poder, la limitación de la capacidad de excederse del Presidente, es una de las armas con que cuenta la sociedad civil estadounidense para preservar lo mejor del legado de sus fundadores. De allí que, ante un Trump con evidentes tendencias irreflexivas en tantos temas y momentos delicados, el voto de los ciudadanos haya sido bastante sabio. Por un lado, permitió a los demócratas ganar más de una treintena de escaños netos en la Cámara de Representantes, lo que les permitió superar el mínimo indispensable para hacerse con el control. Pero por el otro, ampliaron un poco la mayoría de los republicanos en el Senado. En las elecciones para gobernador de los distintos estados en juego, redujeron el dominio que tenían los republicanos, que han pasado de manejar 33 a tener bajo su mando 25. Los republicanos perdieron siete gobernaciones, pero ganaron dos que les importaban mucho, en Ohio y Florida (en este último estado un candidato afroamericano demócrata que había ganado notoriedad a escala nacional se quedó muy cerca de lograr el triunfo. De haberlo conseguido, habría puesto muy cuesta arriba para el oficialismo un estado que será uno de los dos o tres más determinantes dentro de dos años). Igual que en el Poder Legislativo, el mensaje de los votantes en las gobernaciones fue: queremos cortarles las alas a Trump y a los republicanos de la nueva hora lo suficiente como para que no alcen un vuelo excesivo, pero no lo bastante como para herirlos de muerte.

El resultado de los comicios, en lo que respecta al Congreso, significa que los demócratas podrán iniciar investigaciones contra el Presidente y los suyos, y frenar los ímpetus de la Casa Blanca en asuntos como la inmigración o el comercio exterior, pero no revertir lo que ya se ha hecho, por ejemplo, en materia tributaria ni impedir que Trump siga nombrando jueces conservadores, y tampoco destituirlo, pues es el Senado la instancia decisiva para llevar a cabo un "impeachment".

El mayor éxito de los demócratas residió, sin duda, en el renacimiento de la famosa coalición social de los tiempos de Obama, es decir la combinación del voto femenino, el voto joven y el voto de las llamadas minorías. Eso es mucho más importante que haber capturado la Cámara de Representantes de cara a los comicios presidenciales. Lo último puede ser un arma de doble filo si Trump logra instalar en muchos votantes la noción de que un Congreso parcialmente controlado por la oposición frustró sus planes; en cambio, lo anterior implica que muchos de los votantes decepcionados de la candidatura de Hillary Clinton que se quedaron en su casa en las elecciones que ganó Trump han vuelto a sentir un compromiso ciudadano. No hay que olvidar que en Estados Unidos la clave de unas elecciones presidenciales suele estar en quién logra movilizar el entusiasmo de su base, lo que pasa, entre otras cosas, por lograr que ella salga, en su inmensa mayoría, a votar.

Pero aquí también el mensaje de las elecciones legislativas ha sido mixto, pues Trump consiguió algo que necesitaba: consolidar la lealtad de una base republicana que no tenía asegurada, dada la anomalía que representa el "trumpismo" en el partido heredero del reaganismo y de los neocons de Bush. Ese partido era favorable al libre comercio y a la inmigración, pero el de Trump representa lo contrario. Las elecciones reforzaron mucho a los candidatos republicanos que se mostraron cercanos a Trump en los últimos tiempos (y por quienes él hizo campaña), y castigaron duramente a los disidentes. Ejemplo de lo anterior es el buen resultado de Indiana, Dakota del Norte y Texas; ejemplo de lo segundo es la derrota de Bob Corker en Tennessee y Jeff Flake en Arizona. El Partido Republicano es, definitivamente, el partido de Trump. Todas las corrientes opuestas a él por razones de contenido ideológico o de lealtad al anterior "establishment" republicano han sido derrotadas por el "trumpismo".

La coalición demócrata, en resumen, sale muy reforzada para dar la gran batalla contra Trump en los dos años que vienen, pero, en otro lado de la balanza, el mandatario tiene ahora un dominio del Senado superior al de antes, porque el jefe ha logrado sacarse de encima a varios disidentes. No es casual que uno de los primeros mensajes enviados por Trump tras saberse los resultados haya sido uno burlón contra los republicanos que no lo apoyaron y han sido expulsados de la Cámara Alta.

La división sociológica que subyace al mapa electoral no es novedosa pero sí más acentuada que antes. El 56% de las mujeres prefirieron a los demócratas, contra un 38% que se inclinaron por el oficialismo; en cambio, los republicanos obtuvieron 49% del voto masculino y los demócratas, el 46%. El voto rural favoreció al partido de Trump con más del 56%, pero los suburbios optaron por los demócratas por una diferencia de 10 puntos porcentuales.

La movilización de la base demócrata ayudó a que entre esos votantes la mayor motivación fuera preservar la reforma sanitaria de Obama; del mismo modo, el entusiasmo de la base "trumpista" hizo que entre estos votantes la inmigración resultara la principal motivación. Por ello, la economía, una aliada de Trump en estos momentos, fue solo el tercer factor más importante a la hora de decidir. En un año más normal, la economía, que después de muchos años vuelve a prosperar, habría sido el factor número uno. Pero ningún año es normal con Trump en la Casa Blanca. La Presidencia de Trump es un referéndum permanente sobre él, por tanto sobre sus temas favoritos. La traducción de ello en las urnas equivale a que la reforma sanitaria de Obama, que él quería acabar de revertir, motivó a millones de votantes de la rediviva coalición demócrata. Pero también significa que muchos republicanos que quizá se habrían quedado en casa sin votar sintieron la necesidad de reforzar un mensaje contra la inmigración en plena marcha de los migrantes centroamericanos hacia la frontera estadounidense.

De aquí en adelante el juego de Trump será, en primera instancia, tratar de contemporizar con la Cámara de Representantes demócrata a la espera de una oportunidad para entrar en guerra con ella. Eso llegará, seguramente, muy pronto. No se puede descartar que ese enfrentamiento suponga, en algún momento, el cierre temporal del gobierno por falta de acuerdo presupuestario. Trump necesitará, para su reelección, que la Cámara de Representantes demócrata sea el enemigo que gobierna sin mandato. Cuenta con dos ventajas. La principal es la ausencia de un líder demócrata de cara a 2020. En ausencia de ese liderazgo nuevo, la cara del partido opositor será Nancy Pelosi, seguramente la nueva presidenta de la Cámara de Representantes, cargo que ha ejercido muchas veces y que hace de ella una figura prototípica del "establishment" que goza de tan pobre reputación. La segunda ventaja es que tiene hoy sus espaldas mucho más cubiertas que antes en el Senado, donde ha ampliado su mayoría un poco y, sobre todo, donde la bancada republicana cuenta con muchos más aliados suyos (o senadores que entienden que la impopularidad de Trump a escala nacional refuerza la popularidad presidencial en una base republicana cuyos votos ellos necesitarán en 2020).

Dicho esto, los demócratas cuentan con un arma muy poderosa para librar el enfrentamiento entre la Cámara de Representantes y la Casa Blanca. Me refiero a las investigaciones que abrirán contra el mandatario en todos los frentes, desde el viejo asunto de la complicidad con Rusia durante las elecciones presidenciales de hace dos años hasta sus discutidos impuestos o sus conflictos de interés. Distraerlo de sus objetivos, obligarlo a gastar tiempo, energía y capital defendiéndose, y debilitar la lealtad de republicanos que le temen mucho más de lo que lo admiran será el gran objetivo de los demócratas en la Cámara de Representantes de aquí a 2020.

No nos engañemos: todo lo que sucederá de aquí a entonces -en temas como el comercio con China, la política de gasto público en infraestructura, la inmigración, los impuestos, las relaciones con Arabia Saudita o la negociación con Corea del Norte- será una pelota de fútbol que un bando y otro pateará furiosamente contra el arco contrario. Lo que han dicho las urnas esta semana es que ese partido no tiene, ni remotamente, un seguro ganador a estas alturas.

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