Columna de Ascanio Cavallo: …Y que el diablo se haga el sordo

Argentina

La mala noticia ha sido justamente la reacción que tuvieron los mercados financieros. Alguna izquierda dirá -con toda razón- que esos mercados tienen un fuerte sesgo ideológico, pero sería inicuo negar que hay también un componente experiencial. El raid kirchnerista cambió una timba por otra y convirtió a Argentina en un campeón mundial de la desconfianza. En un estado de normalidad, esta reacción de los mercados sería un factor político con capacidad de alterar los resultados. No parece ser el caso.



Argentina ha vuelto a entrar en un ciclo de inestabilidad con cara de crisis. No importa quién gane las elecciones presidenciales de octubre, ya no habrá tranquilidad en el horizonte que se alcanza a ver. Las PASO del domingo pasado dieron una estruendosa victoria a la fórmula Alberto Fernández-Cristina Fernández, con una ventaja de 17 puntos que hace casi irreversible la correlación de fuerzas. Esto significa que el gobierno de Macri ha sido un paréntesis entre dos reformulaciones del kirchnerismo, la que ensayó la Presidenta Cristina Fernández y la que tendrá que introducir el probable nuevo presidente Alberto Fernández.

Como en la política Argentina nada es enteramente imposible, queda todavía por ver si el 24% de abstención entrará a la contienda final, con capacidad para alterar cualquier resultado, o si Fernández-Fernández logra acumular aún más fuerza y despachar la elección en una sola vuelta. Las PASO -la fórmula política más atrabiliaria del mundo- parecen concentrar las decisiones, pero al mismo tiempo les dan más volatilidad, como una tercera vuelta anticipada. Para que el resultado se vuelque se necesita, sin embargo, una improbable alianza entre los que no votaron y todos los grupúsculos opositores al kirchnerismo, que representan alrededor de un 15%, menos que la diferencia que Fernández-Fernández le sacó a Macri-Pichetto.

Pero aun si esta fantasía se hiciera realidad, un segundo período de Macri difícilmente daría confianza a alguien, dentro y fuera de Argentina. Su reacción a los resultados del domingo -una especie de "he escuchado la voz de la gente" en versión escuchimizada- no es ya un síntoma, sino un diagnóstico: Macri no tuvo la fortaleza para hacer valer su mayoría del año 2015 y en estos días ha parecido más preocupado de no tener que huir en un helicóptero que de sobreponerse a lo que un líder consideraría solo un tropiezo.

Por el otro lado, en la dupla Fernández-Fernández emerge, aun antes de pisar la Casa Rosada, un asunto ingrato, pero nada banal: quién manda. Alberto Fernández rompió el techo electoral de su vicepresidenta, pero Cristina Fernández le dio el piso. ¿Hará eso una cohabitación armoniosa?

Siempre es útil recordar que el kirchnerismo es una interpretación parroquial del peronismo. Y el peronismo nunca se ha caracterizado ni por la generosidad política ni por la convivencia pacífica. El resultado de las PASO indica que el presidente será Alberto Fernández, y no hay razón para dudar de su capacidad, de su fuerza ni de su integridad. De lo que cabe dudar es del arraigo de su poder, porque, a fin de cuentas, fue designado por el dedo peronista.

Y eso lo enfrenta a tres problemas en cascada: 1) Cristina, 2) el kirchnerismo y 3) el peronismo. Después de la Unión Soviética, no hay país en el planeta que haya vivido sometido por tanto tiempo a una figura histórica, el general Perón, y menos que haya transitado desde el filofascismo de su fundador a la forma de izquierdismo retro que ha sido el kirchnerismo, siempre bajo la apacible niebla de la corrupción. La omnipresencia del peronismo no solo no ha mejorado a Argentina, sino que la ha convertido en el más movedizo pantano político de Occidente.

Hay que decir, de todas maneras, que la situación de Argentina es la misma para cualquiera que se haga cargo del gobierno: niveles inauditos de pobreza, pérdida persistente del PIB, gasto fiscal exorbitante, deuda externa abrasadora y la amenaza, a las puertas, de un nuevo default. A diferencia de sus antecesores kirchneristas, Fernández entiende la gravedad de un default, sabe que el riesgo-país es un castigo para los bolsillos de todos y no parece disponible para juguetear con la economía como se ha hecho hasta ahora (y hasta por el mismo Macri, esta semana). Siempre hay cierta diferencia entre entender y actuar, pero el hecho de que Argentina se haya acercado al Congo (en guerra) en las evaluaciones de riesgo es una broma demasiado pesada.

La mala noticia ha sido justamente la reacción que tuvieron los mercados financieros. Alguna izquierda dirá -con toda razón- que esos mercados tienen un fuerte sesgo ideológico, pero sería inicuo negar que hay también un componente experiencial. El raid kirchnerista cambió una timba por otra y convirtió a Argentina en un campeón mundial de la desconfianza. En un estado de normalidad, esta reacción de los mercados sería un factor político con capacidad de alterar los resultados. No parece ser el caso.

Alberto Fernández es la primera buena noticia que recibe la izquierda latinoamericana en varios años. No es un anticipo de nada más, aunque sí un cierto freno para la fiesta de triunfalismo que llevaba la derecha en la región.

Argentina no tiene la misma gravitación regional que en el pasado y su inclinación a la crisis endémica le ha restado influencia. El solipsismo obligado por sus problemas internos la ha convertido en un actor secundario en la política hemisférica, y su excepcionalismo le ha quitado capacidad de contagio. Pero sigue siendo un foco de primera importancia para Brasil, Bolivia y Chile.

Para estos países no es indiferente que a Argentina le vaya mal. Por el contrario, es un disgusto político, un mal negocio económico y un desgarro moral.

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