Columna de Ascanio Cavallo: El jaque de las 40 horas

Piñera - Vallejo 40 horas
Agencia Uno

La iniciativa de ajustar la jornada a 40 horas está muy lejos de ser escandalosa, aunque confirme que, como ha dicho Ricardo Caballero, "queremos vivir como franceses y crecer como asiáticos". Tiene una altísima popularidad, que también confirma que el trabajo ha dejado de tener la valoración social que se conocía: la sociedad de hoy aprecia la idea de trabajar menos y disponer de más tiempo libre. El problema de cómo se financia el ocio es otro y posterior.



Pocos se acuerdan ya de Stajanov. Diría Manrique: "¿Qué fue de tanto galán? / ¿Qué fue de tanta invención como traxieron?". En la noche del 31 de agosto de 1935, el obrero Alexei Stajanov extrajo con su taladro 102 toneladas de carbón, 14 veces más de lo que producía cualquier obrero. Al día siguiente, el PC soviético celebró el nacimiento del estajanovismo y el "glorioso camarada" Stalin creó la Medalla al Héroe del Trabajo Socialista.

El estajanovismo llegó a significar trabajar más por decisión de los propios trabajadores y, en su connotación negativa, trabajar como bruto. La URSS se llenó de récords: 127 cigüeñales por hora, 18 pares de ruedas por turno, 144 bobinas de lana por jornada, 406 toneladas de carbón en un turno. El objetivo siempre era aumentar la productividad, una prioridad que el Estado soviético mantuvo más allá de la muerte de Stajanov -en 1977, a los 71 años- y hasta su propio descalabro.

Los cuadros históricos del PC crecieron a la sombra del interminable elogio del trabajo. Acaso por eso, solo podrían ser las generaciones nuevas, como la de las diputadas Camila Vallejo y Karol Cariola, las que planteasen la reversión de ese culto: trabajar menos. De todos modos, la propuesta de reducir la jornada laboral no es una ocurrencia frívola, ni tampoco una idea con el solo propósito (aunque lo haya logrado) de molestar al gobierno de derecha. Hay más que eso.

La medición de la jornada laboral es un invento que tiene poco más un siglo y fue introducida por la "administración científica" de Frederick Taylor, que creía conocer los misterios de la concentración laboral a fines del siglo XIX. Después de la Segunda Guerra Mundial, la mayor parte de Europa decidió ajustar sus jornadas a 40 horas semanales, y unos años después, algunos países la redujeron a 35 o 36 horas. No está demostrado que en algún caso haya aumentado o disminuido la productividad; ni siquiera con Stajanov, cuya gloria debió menos a la realidad que a esa industria de noticias falsas que era la prensa soviética. Y Keynes profetizó que para el 2030 la jornada sería de 15 horas a la semana.

La iniciativa de ajustar la jornada a 40 horas está muy lejos de ser escandalosa, aunque confirme que, como ha dicho Ricardo Caballero, "queremos vivir como franceses y crecer como asiáticos". Tiene una altísima popularidad, que también confirma que el trabajo ha dejado de tener la valoración social que se conocía: la sociedad de hoy aprecia la idea de trabajar menos y disponer de más tiempo libre. El problema de cómo se financia el ocio es otro y posterior.

De modo que el gobierno se ha visto enfrentado a tres aporías simultáneas: rechazar el gusto por el tiempo libre, aparecer apoyando a los empleadores y enfrentarse a algunos de sus dirigentes que no resisten la popularidad de la idea. No hace falta repetir que la reacción a este triple jaque ha sido errática, hasta el punto de depender de una opinión del Tribunal Constitucional. Puede intentar esto, porque el proyecto aumenta el gasto público, pero lo va a decir un Estado que es el peor empleador del país, el que comete más irregularidades y mantiene las peores prácticas. ¿Este Estado se va ir a defender al TC?

Sea que los hayan estudiado o no, las diputadas comunistas siguen la recomendación de Nick Srnicek y Alex Williams, creadores del "aceleracionismo" y autores de esa nueva biblia alternativa en que se ha convertido Inventar el futuro. Poscapitalismo y un mundo sin trabajo (Malpaso, 2017), que sostiene que la misión de la izquierda post Guerra Fría es apurar la revolución tecnológica y todas sus consecuencias para precipitar la derrota del capitalismo desde dentro. "La meta de reducir la semana laboral debería ser una demanda inmediata y prominente de la izquierda del siglo XXI", escriben Srnicek y Williams.

Para ellos, reducir la jornada es igualmente importante que estimular el reemplazo del trabajo humano por la mecanización y la robótica, de modo que se vayan sustituyendo los empleos rutinarios (en EE.UU. ya han bajado de 60% a 40%) y luego, en un horizonte ya no tan utópico, todos los empleos. Srnicek y Williams anotan que la izquierda ha sido muy reticente a dar este paso indispensable en el programa revolucionario, que se resume en cuatro puntos:

"1. Automatización plena.

2. Reducción de la jornada laboral.

3. Provisión de un ingreso mínimo (o Ingreso Básico Universal).

4. Menoscabo de la ética del trabajo".

Conclusión: "El grito de batalla tradicional de la izquierda, que exige empleo pleno, debe ser reemplazado por un grito de batalla que exija el desempleo pleno". Para ello, agregan, no hay un solo camino, pero todos son esencialmente políticos y no tecnocráticos.

Es un hecho seguro que con menos horas de trabajo aumenta el costo de contratación, como advirtió esta semana el presidente del Banco Central, Mario Marcel, y eso puede impactar en el empleo o los salarios. También es seguro que los efectos son distintos sobre una economía ajustada -como la de estos días- que los que se producen con una economía expansiva –como la que tenía Lagos cuando redujo la jornada de 48 a 45 horas. Por lo tanto, el entusiasmo puede convertirse también en un bumerán.

Pero de ahí en adelante, todo es especulación. ¿Cuánto demorarán los robots en sustituir trabajos inesperados? Nadie lo sabe, precisamente porque se trata de una de las "tecnologías disruptivas", que pueden alterarlo todo en tiempos muy breves. Tampoco se sabe cómo influirán los crecientes flujos de inmigrantes en la creación y absorción de puestos de trabajo. No hay ninguna idea exacta sobre las edades óptimas de jubilación ni lo que la medicina hará en materia de extensión de la vida humana. Ni se sabe, por fin, si los estados podrían sostener un Ingreso Básico Universal, pero muchos economistas han notado que el estado de bienestar promovido por los socialdemócratas nórdicos no ha estado demasiado lejos, aunque también retroceda de tiempo en tiempo. El paso previo, desde luego, es convertir todas las necesidades en "derechos sociales", que es hacia donde quiso ir el segundo gobierno de Michelle Bachelet.

Así que la jornada de 40 horas enfrenta al gobierno y a la derecha a un desafío ideológico mayor, pero bien recubierto por el sentido común prevaleciente. Si se empeña a fondo en rechazarla, atentará contra su popularidad, y si no lo hace, su base política lo acusará de populismo y dirá, con razón, que la ética del trabajo se está debilitando.

¿Y Stajanov, entonces? Ha muerto por segunda vez.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.