Columna de Ascanio Cavallo: La materia de la que no se hacen los gobiernos

En su primer año, el Presidente cedió con facilidad a la tentación de castigar a los adversarios. Es algo que le cuesta contener, pero ha aprendido a hacerlo, y si no emplea ahora esa destreza podría perder un segundo año. Es interesante que haya elegido como interlocutores a los partidos, y no a las bancadas parlamentarias, como ha sido la tónica de los últimos años.



El Presidente ha emprendido una maniobra arriesgada y sorpresiva. Sus encuentros con la oposición interrumpieron un clima que se venía deteriorando con los ásperos debates sobre la política exterior, que llegaron a su cénit con la cumbre del nuevo Prosur en Santiago. Solo un ambiente crispado puede explicar por qué la oposición puso tanto empeño en sabotear la cumbre, cuando era evidente que tendría algún éxito. Si hay algo que la oposición no logra perforar nunca es el hecho de que la política exterior depende en forma exclusiva del Presidente; los errores se barren bajo la alfombra y allí se quedan, por años.

Hizo bien el Presidente en elegir ese momento para cambiar de tema. Era hora de dejar de venezuelizar a la centroizquierda, porque ese problema seguirá rondando mientras el heredero de Chávez incremente su ilegitimidad internacional. El gobierno necesita usar el año 2019 para sacar algunos de sus proyectos más difíciles antes de que la ansiedad electoral se tome la política.

Esto es mucho más importante que el problema de la sucesión. El gobierno de Piñera I puede ser recordado como el primer triunfo democrático de la derecha en medio siglo. Pero poco más. No fue un mal gobierno, tuvo sus picos y sus valles y pasó, como los ríos, lentamente camino a su mar. Si la derecha quiere ser recordada -y más aún, mantenerse en el gobierno- tiene aún que demostrarle al país que sus talentos exceden la mera administración y el aumento de un punto del PIB. Bachelet II puso de manifiesto la fragilidad de lo que fue Piñera I e implantó la idea de que un gobierno de distinto signo ha de proponerse desarmar lo que fue el anterior. En aquel caso, sin dificultad.

Es retrógrado pensar de esa manera, pero así ha sido el rumbo que ha tomado el país por casi una década, de la mano de dirigentes caprichosos. Si quiere perdurar, Piñera está obligado a romper con esa lógica, esa marea inercial de olas que llegan a las playas solo para retroceder. Y si para eso necesita a la oposición, habrá de esforzarse para contar con ella. No gana nada con mandar a los ministros a dispararle en las rodillas, ni con motejarla de "antipatriótica" -esta fue la primera queja que llevaron los presidentes de oposición-, ni con subrayar que desanda los pasos de Bachelet II, por malos que le parezcan. Es bueno Prosur como nuevo foro de Sudamérica; es malo como escupo sobre la tumba de Unasur. Los grandes gobiernos se hacen de otras materias.

En la coyuntura actual, el gobierno puede mostrar sus cartas: quiere una reforma tributaria que simplifique el laberinto que impera hoy y una reforma de pensiones que aumente la capitalización. La oposición no tiene respuestas muy sofisticadas: desea que la recaudación fiscal no disminuya (en una palabra, quiere que el Estado gaste más, y no menos) y que el aumento de imposiciones previsionales se vaya a alguna parte distinta de las AFP, sin muchos remilgos acerca de la eficiencia. ¿Hay algún punto intermedio? Un buen negociador los encontraría, con la condición de no agredir a las partes más allá de la cuenta.

En su primer año, el Presidente cedió con facilidad a la tentación de castigar a los adversarios. Es algo que le cuesta contener, pero ha aprendido a hacerlo, y si no emplea ahora esa destreza podría perder un segundo año. Es interesante que haya elegido como interlocutores a los partidos, y no a las bancadas parlamentarias, como ha sido la tónica de los últimos años. Después de la derrota presidencial, los partidos de la ex Nueva Mayoría se liberaron del cepo parlamentario, que los jibariza y empobrece. De sus seis partidos, solo el PS y el PC son conducidos por parlamentarios; el resto tiene directivas independientes, y lo que ahora se pondrá a prueba es hasta qué punto los militantes que están en el Congreso respetan a los militantes que son dirigentes. No es poca cosa: aunque nadie lo diga, de esto depende que la oposición se recomponga de manera institucional, y por la fuerza de caudillos y pandillas.

La acusación de que el gobierno busca dividir a la oposición es demasiado obvia para darle importancia. El gobierno necesita mayoría de votos, sea que los encuentre en porciones o en masa: ese es un problema de la oposición. Igual de obvio es que la oposición intente dividir los proyectos para aprobar las partes que le interesan: ese es un problema del gobierno. Que haya diputados y senadores que rasguen sus vestiduras por estas cosas revela hasta qué punto se ha erosionado la inteligencia democrática en el Congreso.

La parte arriesgada de la maniobra presidencial consiste en que los partidos de oposición (la DC, el PR, el PPD y el PS, más los del Frente Amplio que quieran ir) terminen por rechazar sus propuestas después de ejecutar solo un "baile de máscaras" (la expresión es de Allamand). Pero, de ser así, la oposición corre el riesgo de que las elecciones municipales evolucionen en torno a lo que no se pudo hacer y por culpa de quién.

En fin: lo único que no tiene riesgos es la inmovilidad. El calendario, en cambio, sigue avanzando

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