Columna de Ascanio Cavallo: "Que vivas tiempos interesantes"

Manifestación pacífica en Plaza Italia


Hasta los primeros días de octubre, el Presidente veía, con su proverbial optimismo, que la economía chilena se movía lentamente hacia arriba por tres meses continuos, escapando por fin del marasmo del primer semestre. Las Fiestas Patrias fueron un carnaval de gasto y el cyber monday batió todos los récords, el mismo día que partía un alza del Metro. No había razón para esperar un cataclismo social como el que ha sacudido a Chile desde el viernes 18. El sarcasmo de la historia es que ese hecho ha ocurrido y marcará por muchos años (probablemente para siempre) la segunda administración de Sebastián Piñera.

No lo vio, desde luego, el panel de expertos del transporte. Es probable que tampoco lo vieran cuatro días antes los secundarios que iniciaron las evasiones masivas en cinco estaciones del Metro. Algo pueden haber percibido los que ese viernes en la tarde atacaron simultáneamente varias paradas del tren, produciendo el colapso del transporte de Santiago. Pero ni siquiera ellos -quienesquiera que sean- podían prever la extensión de la protesta que siguió. En el mejor de los casos, se habrán felicitado de encender la mecha precisa.

Parece evidente ahora que la sociedad estaba en un estado de crispación. La pregunta ¿desde cuándo? es el parteaguas de las interpretaciones. Van desde quienes creen que el estallido expresa la frustración de la promesa de crecimiento ("la trampa del ingreso medio"), hasta los que piensan que se trata de una rebelión en contra del modelo de los últimos 30 años. Esa pregunta separa a los que creen que la crisis se supera con reformas ("estructurales" o no) de los que consideran que hay que revertirlo todo, casi como si se pudiera implantar el estado soviético. Nadie puede decir seriamente que es dueño de la verdad, entre otras cosas porque también se ha tratado de una insurrección contra los dueños de la verdad, desde el Presidente hasta los parlamentarios, desde los empresarios hasta -ay- los periodistas.

Como ha escrito Peter Sloterdijk, de las teorías de la crisis se desprenden las teorías de la ruina. Un modelo en crisis pasa a ser un modelo incendiado, de cuyos despojos -cree el profeta de la ruina- debe nacer algo nuevo, siguiendo "una ley procesal oscura" que el augur declara, pero no logra explicar. De lo que pasó en Chile no se deduce todavía una ruina, ni se sigue el camino de esa ley. Todo suena más complejo, multicausal y multipolar.

El detonante inmediato es el agobio de un enorme sector de la población -ese cuarto constituido por la nueva clase media, salida hace poco de la pobreza- para la cual la vida diaria se ha vuelto insufriblemente más cara mientras su salario no sube y la corrupción y el abuso de poder se exhiben con toda su provocativa mundanidad. Ese sector ha batido cacerolas y bocinazos, marchado o caminado sobre las plazas, pero también se ha aterrado con la violencia, a la que considera ajena a su repertorio de rabia.

Hay una mezcla de solidaridad y repulsa entre ese segmento y el otro, mucho más pobre, que se volcó al asalto de supermercados y tiendas igual que ocurrió tras el terremoto del 2010 y muchas otras veces a lo largo del siglo XX, repitiendo un patrón que tiene una misteriosa hondura en la historia nacional. Aquí se divisa una especie de venganza de la pobreza contra la abundancia, no contra el mercado, sino contra la opulencia de los bienes visibles e inalcanzables; el saqueo adquirió la misma licitud semántica que la evasión, aunque esta última se pretenda más sofisticada. Esta forma de turba, donde adivina la suma oportunista de las pandillas, el lumpen y el narco, no gusta a la clase media. Su respuesta-repulsa han sido los "chalecos amarillos" (utilizados en sentido exactamente contrario al que han tenido en la rebelión francesa), revival de los grupos de autodefensa que emergieron tras el terremoto y expresión lacerante del miedo de clases.

Sobre esta mezcla se ha montado una tercera capa, esta vez generacional, llena de energía, certezas y erotismo, desafiante y lúdica, antipolítica y antiinstitucional, que cree que Chile ya no es país para viejos, ni menos para los viejos que lo controlan; "el ruido y la furia", según la bella expresión de Faulkner. Aquí se aloja buena parte de la mitad del país que no vota y que convierte al gobierno en una mayoría de un cuarto, sin que tampoco el gobierno le interese mucho.

Y está la oposición propiamente política -un 50% de los que votan, es decir, otro cuarto de los adultos-, cuyos militantes salen a las calles con la desazón de ver a sus dirigentes tan extraviados como los otros, los del gobierno. Los espectáculos del Congreso esta semana -tanto las disputas internas como la impresionante eficiencia legislativa- comunican la percepción de que también allí están los pasos perdidos. Y la todavía más escalofriante deslealtad de los (algunos) parlamentarios con sus presidentes de partidos termina por trasladar el cuadro de crisis también hacia ese pilar de la democracia. Si alguien cree salvarse de ese desastre subiendo al coche por la puerta trasera, comete un error.

¿Y los incendios, la quema del Metro y la de grandes tiendas, la abrupta fiebre de piromanía? Es la parte más visible, cara y temible del fenómeno, pero también la menor. Hay simultaneidad, probablemente coordinación, además de sigilo, golpe y fuga. Si el anarquismo insurreccionalista tuvo alguna vez una oportunidad de exhibir su propia mundanidad, fue la de esta semana. ¿Después? Ya se verá.

El resultado momentáneo es que el país ha sido sumido en un inmenso sentimiento de zozobra e incertidumbre, con un balance de destrucción carnavalesca, con estado de emergencia, tropas en las calles y toque de queda, tres condiciones asociadas a la dictadura militar, que (sin parecerse a aquella) les entregan a las generaciones nuevas la propiedad de una épica vivida y no narrada, unos días para no olvidar, su octubre sin asalto al Palacio de Invierno, pero con barricadas y lacrimógenas.

No hay una salida única ni evidente. El filósofo Guy Sorman ha dicho esta semana que Piñera tiene la oportunidad histórica de proponer soluciones inesperadas en el ambiente global de crisis ideológica. Es una idea enorme para un solo hombre, aunque quizás no tanto para un presidente abruptamente tocado por la maldición china de vivir en "tiempos interesantes".

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.