Los indeseados

Sería muy fácil reducir estas crisis a la existencia de gobiernos intolerantes o incluso, en cierta forma, abiertamente xenófobos. No hay duda de que una parte del problema lo constituye la naturaleza ideológica y el temperamento nacionalista o incluso autoritario de algunas de estas administraciones, pero juegan aquí otros factores.



La inmigración, quizá el gran asunto del siglo XXI, tiene profundamente perturbada la política de las democracias liberales de Occidente. En Estados Unidos, el desgarrador drama de más de dos mil menores de edad separados de sus padres por las autoridades tras intentar cruzar la frontera ilegalmente ha provocado un trauma en la relación entre Donald Trump y los dos partidos, incluyendo el suyo, en el Congreso. En Alemania, la política de apertura mediante la cual el gobierno estaba aceptando el ingreso de solicitantes de asilo provenientes de otros países europeos que habían constituido su primer punto de ingreso ha provocado un pleito mayúsculo entre los dos partidos "siameses" de la centroderecha, la Unión Cristianodemócrata y la Unión Socialcristiana bávara, poniendo en serio riesgo la estabilidad de una administración que no lleva ni tres meses.

Mientras esto sucedía en la primera potencia y en el país líder de la Unión Europea, Italia provocaba una perturbación continental al negarse a recibir un barco, el "Aquarius", de una ONG que asiste a inmigrantes y había rescatado a más de 600 en su trayecto desde Libia. Ante esta situación, el gobierno español de Pedro Sánchez aceptó acoger temporalmente a los migrantes pero con la idea de que luego, de acuerdo con lo convenido hace ya tres años por todos los países de la unión, fuesen distribuidos entre varios de sus socios europeos. Esto, que suena razonable, choca, sin embargo, con una realidad política: varios países se están negando a aceptar su cuota de inmigrantes. Los llamados países de Visigrado -Polonia, Hungría, República Checa y Eslovaquia- fueron los primeros en desafiar estos acuerdos, pero luego se sumaron Grecia y Austria, y, últimamente, tras el ascenso al poder de dos fuerzas populistas, Italia.

Sería muy fácil reducir estas crisis simultáneas a la existencia de gobiernos intolerantes o incluso, en cierta forma, abiertamente xenófobos. No hay duda de que una parte del problema lo constituye la naturaleza ideológica y el temperamento nacionalista o incluso autoritario de algunas de estas administraciones, pero juegan aquí otros factores. Hay también opiniones públicas que por lo menos parcialmente exigen a sus gobiernos que actúen de esta forma y, para añadir complejidad a la trama, unas legislaciones que han demostrado ser incapaces de adecuarse a la realidad.

Examinemos brevemente el caso de Estados Unidos. Ojalá que el origen y final de todo el problema fuera la decisión de Donald Trump, durante la primavera, de aplicar la política de "tolerancia cero" en la frontera. Con esa medida se ordenó procesar penalmente a todos los inmigrantes que ingresaran ilegalmente por la frontera. Si ese fuera el único problema, con solo derogar la norma ejecutiva, como acaba de hacer Trump ante las críticas, se solucionaría la crisis. Pero la realidad es bastante más complicada que los titulares que la tratan de explicar.

Por lo pronto, que no una sino varias administraciones han tenido que lidiar con el mismo dilema: aplicar una política de fronteras abiertas a los inmigrantes indocumentados o detenerlos. Si se los detiene, surge a su vez el dilema de si soltarlos de inmediato y por tanto dejar que se diluyan en la sociedad o mantenerlos detenidos a la espera de deportarlos o de procesarlos. Y es aquí donde surge la cuestión de qué hacer con los menores de edad.

Un acuerdo judicial conocido como el "Flores agreement", vigente desde hace unas pocas décadas, prohíbe encarcelar a inmigrantes que sean menores de edad. Por ejemplo, el Presidente Obama, que también optó por una política de detenciones -ya que en ausencia de una ley migratoria integral no era posible dejar de aplicar la ley a inmigrantes indocumentados que fueran detectados ingresando por la frontera-, quiso que las familias fueran detenidas como una unidad. Pero los tribunales, aplicando el acuerdo Flores, se lo impidieron en la medida en que semejante política iba en contra de la prohibición de detener a los menores de edad. ¿Qué quedaba? Solo dos opciones: no detener a los padres y por tanto aplicar una política de fronteras abiertas o separar a los menores de sus progenitores.

Trump agravó el problema al ordenar el procesamiento penal inmediato de los indocumentados que ingresen ilegalmente. Ante esta situación, unos 2,300 menores han sido separados de sus padres desde abril. Lo absurdo, sin embargo, es que el destino de estos menores era también, en cierta forma, una reclusión. No estaban presos, ni se los retenía en nada que se parezca a una cárcel física, pero estaban en un destino que no era el elegido por ellos ni por sus padres, y dentro de unos espacios físicos, administrados por el Departamento de Sanidad y Servicios Humanos, que uno podría llamar, quizá estirando un poco la liga, centros de reclusión temporal. ¿Qué es lo que diferencia un centro de detención de algo que no lo es pero que de todas formas implica tener bajo vigilancia y sin posibilidad de libre movimiento a menores de edad sin consentimiento de sus padres?

El drama humano de estos menores de edad no es el único relacionado con la política migratoria. Hay otros. En un libro sobre inmigración publicado hace ya varios años, me referí a lo que sucedía con los cientos de miles de inmigrantes mexicanos y centroamericanos que eran expulsados hacia México sin tener allí contactos, relaciones o una infraestructura básica que los acogiera. En muchos casos se trata de personas que llevan en Estados Unidos muchos años, tantos que se sienten más estadounidenses que mexicanos o centroamericanos. Al entrar a México, en muchos casos no tienen un lugar al cual acudir ni referencias inmediatas, por tanto se sienten allí poco menos que extranjeros.

Durante la administración Obama fueron expulsados entre 300 mil y 400 mil inmigrantes cada año a pesar de que la Casa Blanca pedía al Congreso una ley migratoria y de que, según señales que emitía la propia administración, el entonces Presidente hubiera visto con buenos ojos que una nueva normativa otorgara la residencia y eventualmente la ciudadanía, bajo ciertas condiciones, a muchos indocumentados. Sin embargo, en ausencia de esa nueva legislación, los servicios de seguridad operaban de acuerdo con las normas vigentes, por tanto con dureza.

Bajo el gobierno de Trump, las expulsiones anuales suman algo menos que las ocurridas durante el gobierno de Obama, pero en cambio hay una mayor persecución de inmigrantes frente a los cuales antes, en la práctica, las fuerzas del orden hacían la vista gorda. Además, se ha producido con respecto a los llamados "dreamers", que ingresaron ilegalmente siendo menores de edad hace muchos años, una situación particular. Para forzar al Congreso a adoptar una nueva legislación integral -que incluya financiamiento para el muro fronterizo, santo y seña de la política migratoria del actual gobierno- el Presidente revirtió la orden ejecutiva de Obama que les daba protección temporal. A lo cual se añade lo sucedido recientemente: la nueva orden ejecutiva que ordena perseguir judicialmente por la vía penal a los indocumentados que traten de ingresar. Como muchos de ellos ingresan con menores -que pueden o no ser sus hijos-, y, dado que la ley prohíbe encarcelar a estos muchachos, la decisión de Trump, en principio pensada para seguir presionando al Congreso, provocó una crisis que en cierta forma puede llamarse humanitaria.

El impacto, dentro y fuera de los Estados Unidos, de esta bárbara situación ha llevado a Trump a dar marcha atrás, pero solo a medias, ya que la política de "tolerancia cero" se mantiene. Esto, sin embargo, supone un grave desafío legal, pues los menores no pueden, bajo el "Flores agreement", ser confinados en centros de detención. Por tanto, solo hay dos opciones: o Trump renuncia a su política de "tolerancia cero" y paga un alto precio ante su electorado, o su estrategia de presión sobre el Congreso rinde frutos y fuerza a ambos partidos a producir una ley.

En Europa la situación no es menos delicada. Siete países europeos se han rebelado abiertamente contra lo que la Unión Europea acordó tras la crisis de los refugiados de 2015. El hecho de que Italia, bajo el gobierno de Giuseppe Conte, sea el último que se ha sumado a esta tendencia ahonda enormemente la división. Ya no puede decirse que los rebeldes son principalmente las "nuevas" democracias de Europa central y oriental, o gobiernos cercanos a ellos, como el austríaco. Ahora la rebelión abarca también la parte occidental de Europa y a una de las economías mayores del bloque.

Alemania no se ha sumado oficialmente a este grupo porque Angela Merkel mantiene su línea de hospitalidad para con los refugiados y de cumplimiento de las cuotas acordadas a escala continental, pero su ministro del Interior, Horst Seehofer, a su vez líder de los socialcristianos bávaros que son indispensables para la sostenibilidad del gobierno, ha puesto a la canciller bajo amenaza directa: o pacta con Europa una revisión de su política, o él, sin autorización de la jefa del gobierno, aplicará una política migratoria consistente en rechazar el ingreso de los que buscan asilo en Alemania desde otros países europeos. Hablamos, pues, no solo de la posibilidad de que Merkel deje el gobierno, sino de un enfrentamiento constitucional al interior del gobierno por las competencias de sus distintos componentes.

La conclusión salta a la vista: no existe la menor relación entre las leyes o normas vigentes y la realidad social, en este caso migratoria, ni hay en los gobiernos de Estados Unidos y Europa un consenso básico sobre lo que se debe hacer. Esa falta de coherencia se da al interior de los partidos de gobierno, como es obvio en el propio Partido Republicano, donde hay facciones ferozmente enfrentadas.

Las democracias liberales de Occidente optaron en estos años por patear hacia adelante el problema de la inmigración, limitándose a pequeñas medidas de corto plazo para atajar crisis momentáneas, sin entender que en el mundo global los grandes movimientos migratorios son parte esencial de la ecuación y requieren ser abordados desde una perspectiva, también, global y moderna. Un factor que ha agravado considerablemente las cosas es la enorme irresponsabilidad de los dirigentes políticos que han agitado pasiones nacionalistas y xenófobas en casi todos estos países, alimentando el descontento de la población frente a lo que perciben como una amenaza económica, cultural e incluso desde el punto de vista de la seguridad.

Adoptar políticas migratorias cuando ya las crisis se han producido es siempre riesgoso porque se toman decisiones bajo una presión demagógica y populista de los que quieren pescar a río revuelto. Prevenir estas crisis con políticas anticipatorias e inteligentes que permitieran canalizar estos flujos gradual y razonablemente hubiese sido una mucho mejor forma de afrontar lo que se venía.

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