La propiedad de la mayoría

El gobierno ha reaccionado con una agenda de hiperactividad, que tiene al Presidente haciendo anuncios día por medio y a los ministros interviniendo en debates sobre cosas que ellos mismos no han hecho (notoriamente: Salud). Vista de cierta manera, esta hipercinesis puede ser un síntoma más que una enfermedad, una forma alérgica de responder al anuncio de que una parte del Congreso se ha preparado para no dejarlo pasar.



El país entra en un lento túnel. Despacio, con morosidad casi inadvertida, sin marchas ni sobresaltos, se desliza hacia una cierta zona de sombra. No de catástrofe, sino de sombra, de ese tipo de oscuridad que desorienta, que hace perder el sentido de la dirección y la velocidad.

¿Exageración? Veamos.

Las expectativas económicas del país están cayendo, confirmación de que los chilenos no aprecian un cambio sustancial en la dinámica del crecimiento. Es claro que hubo un repunte tras el fin del gobierno anterior, pero ese impulso no avanzó. Nada avanza mucho, en realidad: el Imacec de 1,4 fue una amarga confirmación para el mercado. En economía, la inmovilidad se suele traducir como pesimismo, a pesar de que en este caso no se encuentran los ingredientes más clásicos del desaliento, la inflación y el desempleo.

Este panorama está bastante lejos de lo que los partidarios de Chile Vamos esperaban para el primer aniversario del gobierno. Tampoco esperaban, a decir verdad, la tan rápida licuación de la fuerza política que pareció emerger en la segunda vuelta de fines de 2017, ese debilitamiento que tiene en jaque todas las principales reformas que constituían el programa de gobierno. Y que, por lo tanto, para decirlo con crudeza, tiene al programa hecho jirones. Todo lo que parecía orgánico, estructural, en los folletos de la campaña, es ahora un conjunto de piezas sueltas.

Esto puede alegrar a quien deteste a Chile Vamos, pero hay que admitir que un gobierno con su programa destruido es un sujeto en pésimas condiciones, naturalmente herido, naturalmente irascible, naturalmente rabioso.

La teoría democrática no está resolviendo el problema. De las elecciones de 2017 emergieron dos mayorías contrapuestas: la que hizo ganar la Presidencia a Sebastián Piñera y la que entregó el control del Congreso a todos los grupos adversarios de Sebastián Piñera. Ambos argumentan con la mayoría que les tocó; ambos creen representar el sentir de los chilenos, y ambos dicen representar el interés de los chilenos. La sombra del castigo electoral (que en verdad ocurrió) es escondida como una pequeña vergüenza que, en el más atrevido de los casos, se atribuye a ciertos errores tácticos de los que nadie es exactamente responsable.

Tratando de ejercer su posición de mayoría personal -aunque sin decirlo de esa mane- ra-, al Presidente se le ocurrió invitar a los dirigentes de los partidos de oposición para hablar del tema que más los podía amenazar: su propio programa. Antes de terminar la ronda, ya había conseguido lo que esos mismos partidos no habían logrado en un año de esfuerzos: que los 10 jefes de bancadas de los diputados opositores firmaran un texto con el compromiso de bloquear todas las iniciativas que son centrales para el gobierno: pensiones, tributos, educación, trabajo, delincuencia.

De los ocho puntos contenidos en el texto opositor, solo dos (Araucanía y regionalización) no se refieren a proyectos presentados o anunciados por el Ejecutivo. El fundamento principal es encarnar a "la mayoría de Chile que no se siente representada por el mal gobierno de Sebastián Piñera". El propósito real, con toda claridad, es impedir que algunos diputados se sientan libres de debatir proyectos al margen de la opinión del grupo. De ahí que el presidente de la DC, Fuad Chahin, anotase que le preocupa, "más que la unidad de la oposición, la unidad de la bancada".

Aun con este elemento coercitivo -la inseguridad dentro de sus propias filas-, el acuerdo firmado el martes 2 es la mejor noticia que ha producido la oposición para sí misma. Para el gobierno, por supuesto, es la peor. Entre ambas perspectivas, toman fuerza las palabras de quienes predecían, ya el año pasado, que la situación evolucionaba en esta dirección: "No hay voluntad de llegar a acuerdo". ¿Y por qué no hay esta vez, si alguna vez la hubo? Porque la probabilidad de que haya un segundo gobierno de derecha es tan alta, que solo puede ser corroída con el fracaso de Piñera. "Nunca he conocido a un hombre que ataque al poder sin desearlo para sí", escribió Canetti.

Puesto que nada se detiene, la ausencia de acuerdo, fundamentada sobre estas bases, solo puede estimular la radicalidad del desacuerdo. Gana más quien esté más lejos del adversario. Cuando el ethos cultural de Chile Vamos opina que ya no es bueno seguir dialogando sobre la reforma tributaria porque la van a desfigurar, se puede adivinar hacia dónde empieza a mirar. Lo mismo ocurre en la oposición cuando se impone la idea de que cualquier cambio en los impuestos promovido por Piñera solo puede tener por fin "favorecer a los ricos".

Una lógica similar se extiende hacia otros proyectos. La polarización gana espacio a medida que se entra en el túnel. Más lejos, más íntegro. Más cerca, más traicionero, vendido, despreciable.

El gobierno ha reaccionado con una agenda de hiperactividad, que tiene al Presidente haciendo anuncios día por medio y a los ministros interviniendo en debates sobre cosas que ellos mismos no han hecho (notoriamente: Salud). Vista de cierta manera, esta hipercinesis puede ser un síntoma más que una enfermedad, una forma alérgica de responder al anuncio de que una parte del Congreso se ha preparado para no dejarlo pasar.

Es curioso que la política de las altas cumbres se esté desarrollando así cuando en el valle no ocurre nada parecido: no hay movilizaciones, no hay paros, hasta las rutinarias tomas universitarias están en tregua. Nunca se sabe, pero eso es lo que ocurre ahora, mientras la clase política se disputa a tirones, desgarrando hasta el último nervio del concepto, la propiedad de la mayoría.R

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