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Esta semana, las fotos de niños enjaulados en la frontera de Estados Unidos con México provocó, una vez más, una marea de indignación. Lo que veíamos y escuchábamos -niños y niñas apartados de sus padres llorando desesperados- no ocurría en un borde conflictivo del mundo, sino dentro del territorio del gobierno más poderoso del planeta que reclama para sí la invención de la libertad y la exportación de la democracia moderna.



La imagen de un niño sufriendo es un azote que nos despierta cada tanto, nos conmueve, desespera y llena de ira. También, secretamente, nos alivia: nosotros, los que vemos esas imágenes, no somos como los monstruos que desataron la tragedia de la que somos testigos. Somos muy diferentes a quienes ordenaron el bombardeo químico que obligó a la niña vietnamita a correr desesperada y desnuda por una carretera; somos distintos de los poderosos que provocaron una crisis tal, que condenó a la hambruna a una generación de niños etíopes; nosotros jamás habríamos dejado que un niño sirio acabara muerto en una playa del Mediterráneo. A todos ellos los habríamos rescatado en medio del caos.

Aunque contemplamos ese horroroso sufrimiento como la consecuencia de un estallido de violencia irracional, también sabemos que la maldad puede ajustarse a planes escrupulosos, racionalmente planificados y justificados. En la película La lista de Schlinder la secuencia de una niña de abrigo rojo caminando en medio de la muchedumbre cercada por los soldados nazis nos lo recuerda. La pequeñita marcha desorientada, pero tranquila, hacia un destino calculado de antemano. Aquella imagen se queda en la conciencia como una espina envenenada.

Esta semana, las fotos de niños enjaulados en la frontera de Estados Unidos con México provocó, una vez más, una marea de indignación. Lo que veíamos y escuchábamos -niños y niñas apartados de sus padres llorando desesperados- no ocurría en un borde conflictivo del mundo, sino dentro del territorio del gobierno más poderoso del planeta que reclama para sí la invención de la libertad y la exportación de la democracia moderna. Junto a las imágenes de los niños, la televisión mostró las instalaciones escrupulosamente levantadas para acogerlos: espacios con columpios y resbalines de plástico, salitas con videojuegos y colchonetas dispuestas en amplios galpones de lo que alguna vez fue una gran tienda. Nada parecía haber sido dejado a la improvisación. Todo lucía eficientemente organizado y fríamente ejecutado.

El gobierno de Donald Trump respondió a las críticas: él solo estaba cumpliendo una ley que ya había sido discutida, aprobada y promulgada. Además, lo único que hacía era concretar una promesa de campaña, para eso había recibido el voto de millones de personas. El presidente cumplía entonces su palabra frente a un electorado que lo eligió para que deportara a migrantes, defendiera el derecho a portar armas de fuego, restringiera el aborto y cerrara las fronteras al ingreso de extranjeros, sobre todo si eran morenos. Una vocera sostuvo frente a la prensa que lo que estaba ocurriendo no era el fruto de un arrebato político, sino el mandato que Donald Trump recibió en las últimas elecciones. La respuesta de los medios en el mundo fue, una vez más, publicar portadas que retrataban al monstruo naranja de pelo amarillo y la manera en que estaba dinamitando una forma de vida. Desde la distancia, miramos esas imágenes, sentimos compasión por las familias separadas; espanto y rabia por el sufrimiento de sus hijos. También volvemos a sentir el secreto alivio de no ser como Trump, ni como quienes votaron por él, ni como los guardias que se burlaban de los niños enjaulados.

Somos distintos, aquí no ocurriría eso, nadie encerraría a un niño solo por ser un inmigrante pobre, nadie votaría por alguien que propusiera algo así. Nadie apoyaría que un agente del Estado maltratara niños sistemáticamente. Aquí tratamos de otro modo a quienes buscan tener una mejor vida.

A fines de los años 50, Sergio Larraín fotografió a niños vagabundos de Santiago. Eran tantos y tan comunes, que incluso tenían un apelativo folclórico: les decían "pelusas", como si pertenecieran a una especie aparte. Larraín los retrató en su hábitat, jugando y corriendo descalzos en la calle, sentados en algún portal del centro, durmiendo apiñados sobre una rejilla de ventilación, procurándose algo de calor durante el invierno del mismo modo en que lo hacen ciertos animales en los climas extremos. No sé qué reacción provocaron esas fotos en su momento en Chile. Eran, por una parte, obras de arte que demostraban una sensibilidad y un talento extraordinarios. Por otro lado, eran el documento de una tragedia: la de esos chicos mugrosos que mendigaban o robaban para comer; bandadas de miseria con las que los chilenos habían aprendido a convivir revistiéndola del barniz inofensivo que brinda lo considerado pintoresco. Esos niños comenzaban a emborracharse tempranamente, pero no había narcotráfico, ni armas, ni mucho que robar.

Una de esas fotos de Larraín muestra un muchacho que debió tener poco más de 10 años. El chico –imberbe y mofletudo- posa con la cabeza coronada por una maraña de pelos, mientras sostiene entre los dedos de su mano derecha un cigarrillo. Es un niño, pero hay algo dolorosamente adulto en su manera de enfrentar la cámara. ¿Qué habrá sido de él cinco años más tarde, cuando ya hubiera entrado en la adolescencia? ¿Qué habrá sido de la versión adulta de ese niño? Esta semana estuve mirando en internet esas viejas fotos de Sergio Larraín, mientras leía y escuchaba sobre los migrantes centroamericanos, debates sobre pobreza, delincuencia, edad de responsabilidad penal y encierro. En algún momento pensé que la única pregunta que todos tenían en mente y nadie formulaba no tenía que ver con el funcionamiento de la justicia o la democracia, sino sobre cuál era la edad apropiada para que los pobres, los miserables y desesperados entren a su jaula. Concluí que seguramente ese momento llega cuando nuestra compasión por ellos deja de ser tal. El minuto en que la lástima por el niño desvalido se transforma en terror por el adulto sospechoso.

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