La maldición

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Nicolás Maduro no solo ha destruido un país, también acabó por hacer de Venezuela un cuco útil para la ultraderecha latinoamericana, que ha sacado provecho de la indolencia de gran parte de la izquierda de la región.



En 2013, durante la campaña que le daría su primer período presidencial, Nicolás Maduro advirtió lo siguiente: "Si alguien del pueblo vota contra Nicolás Maduro, está votando contra él mismo. Le está cayendo la maldición de Macarapana". Aquella frase florida indicaba, al menos, tres mensajes: el primero, que para Maduro la idea de democracia se asimila a la de obediencia; el segundo, que la idea abstracta de "pueblo" era representada solo por Maduro, y el tercero, que quien se alejara de esa ecuación no era simplemente alguien que disentía, sino un traidor.

Maduro ganó las elecciones de 2013 con la promesa de profundizar el proceso que había iniciado Chávez, un hombre que llegó a la presidencia porque supo interpretar el hastío que la mayoría de los venezolanos sentía por un sistema político corrompido hasta el tuétano. Pero Maduro, a pesar de hablar con los pájaros y anunciar maldiciones, carecía de la astucia de Chávez; tampoco gozaría durante su mandato de los precios del petróleo que convirtieron al finado líder en un mecenas generoso de cierta izquierda latinoamericana. La gestión de Maduro comenzó a dar frutos amargos a los pocos meses de triunfar: la criminalidad se disparó, lo mismo que la inflación y la escasez de alimentos. Según la Organización Internacional de Migraciones, entre 2015 y 2017 los venezolanos en el exterior pasaron de 700 mil a más de un millón y medio. Un aumento del 700%, iniciando una diáspora jamás vista en Latinoamérica, con caravanas huyendo a duras penas por carreteras extranjeras; personas expuestas a condiciones durísimas y al maltrato de una ola de aporofobia que la ultraderecha ha sabido aprovechar con la eficiencia del verdugo atento a su labor.

Con Maduro en el poder se despertaron todas las alarmas de organizaciones internacionales encargadas de monitorear la defensa de los derechos humanos. Human Rights Watch, Amnistía Internacional y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, entre otras, han dado cuenta de forma sucesiva de abusos policiales, detenciones ilegales, atentados a la libertad de expresión, malnutrición y alertas sanitarias. La organización humanitaria Cáritas reportaba en 2017 que la canasta básica familiar representaba 60 veces el ingreso de un hogar y que su costo se había incrementado 2.123% en un año. La cifra la daba una institución independiente, porque los datos oficiales no existían. Frente a toda esa evidencia, las respuestas de Nicolás Maduro han sido bravatas públicas y una sucesión de decisiones políticas para desterrar a la oposición del poder, creando una especie de institucionalidad paralela, levantada para asegurarle la continuidad en el cargo. Si el Parlamento es arisco, pues se le da la espalda y se levanta uno nuevo a la medida, sin oposición. Si la Corte Suprema resulta independiente, entonces se conforma una adicta a su mensaje. Lo mismo con la fiscalía y, cómo no, con un ejército alineado gracias a los privilegios otorgados a sus oficiales. Maduro, en lugar de rendir cuentas, ha advertido con insistencia sobre el acecho de la intervención extranjera, mientras abraza los autoritarismos ultramarinos de Putin y Erdogan.

Nicolás Maduro no solo ha destruido un país, también acabó por hacer de Venezuela un cuco útil para la ultraderecha latinoamericana, que ha sacado provecho de la indolencia de gran parte de la izquierda de la región, que en lugar de distanciarse del régimen y denunciarlo con firmeza, optó por una prudencia con regusto a complicidad. Una izquierda que se farreó la oportunidad de distinguir con énfasis una democracia en forma, de una caricatura penosa que impulsa a sus ciudadanos a criar conejos para matar el hambre y los regaña por intentar abandonar el desastre. Ahora, esa misma izquierda que recurrió equivocadamente al principio "autodeterminación de los pueblos" (aplicado a la creación de nuevos Estados en contextos de descolonización o secesión, pero no cuando existen violaciones de los derechos humanos) para no asumir lo evidente, contempla con indignación tardía cómo sus adversarios aprovechan la oportunidad de actuar como es usual que lo hagan, sobre todo cuando la ocasión está servida en bandeja. Ahora, todo es culpa del imperialismo y de nadie más, y quien lo niegue es facho o, peor que eso, amarillo. Ahora recuerdan la historia de Centroamérica, la del Cono Sur y la de las dictaduras militares. Justo en el momento en que las circunstancias riman con su marco teórico, del que parecen estar enamorados.

Hace un año, Pedro Felipe Ramírez, exembajador de Chile en Caracas, levantó la voz. Ramírez, un exministro de Allende que sufrió la prisión, los apremios y el exilio durante la dictadura de Pinochet, advirtió que lo que estaba sucediendo en Venezuela era una tragedia, que Maduro era un tirano corrupto. Al parecer, no lo escucharon ni los viejos camaradas ni la izquierda frenteamplista que, sumergida en su piscina de buenismo teñido en colorado vintage, solo atina a difundir comunicados asumiendo el rol de quien no queda mal con nadie.

Durante los años venideros, la izquierda chilena y la de toda la región deberán cargar con un nuevo fracaso al que contribuyeron con indolencia, dejando que la cuerda se estirara hasta el punto de permitir que Trump y Bolsonaro se irguieran como líderes, instalando sus condiciones en medio de los escombros de un país. Donde decía Maduro, gran parte de la izquierda latinoamericana leyó "pueblo", y donde pensaban que existía una causa, no había otra cosa que una maldición.

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