Columna de Héctor Soto: El mundo en Chile

A veces asombra la facilidad con que se ha estado repitiendo que la centroderecha no tiene la menor idea de lo que es la complejidad de las relaciones internacionales en el mundo actual. ¿Es arrogancia, desconocimiento o simplemente ventajismo barato? Queda la duda. Establecido que la inserción internacional de Chile fue claramente obra de los gobiernos de la Concertación, también hay que conceder que fue el primer gobierno de Piñera el que sacó adelante la Alianza del Pacífico.



Cuando se escucha hablar a quienes en Chile se sienten dueños de las relaciones internacionales, porque en esa condición van a los cocteles de las embajadas en Santiago, de los tremendos errores cometidos por el actual gobierno en materia de política exterior, se diría que nuestra Cancillería fue siempre un altar de agudeza, inteligencia y prudencia visionaria. Basta revisar un poco la historia para comprobar, según estándares internos y también por comparación con otras cancillerías de la región, que eso no es así. De la supuesta perfección siempre hemos estado más bien lejos, y mientras no tengamos un servicio exterior más profesionalizado, con mayor densidad institucional y capacidad de análisis -y de tradiciones diplomáticas más robustas-, lo más probable es que esto seguirá siendo así.

Por lo mismo, sobredimensionar el incidente ocurrido con ocasión de la visita del Presidente a Palestina e Israel, donde dos representantes oficiales de estas naciones se pasaron de listos al integrarse a las visitas de la comitiva presidencial a lugares cuyo acceso ellos tenían vedado, revela más pequeñez que manejo diplomático. No nos saquemos la suerte entre gitanos: esto de lo que más habla es que las cosas siguen siendo muy tensas entre judíos y palestinos y que, habida cuenta de eso, bueno, será necesario poner bastante más cuidado del que ahora se puso en la planificación del viaje presidencial a la zona. Eso es todo. De ahí no se sigue que este haya sido un fracaso o un episodio vergonzoso de nuestra política exterior. Si es por eso, vergonzoso -aparte de humillante- fueron las circunstancias que rodearon el encuentro de la Presidenta Bachelet con Fidel Castro y, peor, el desenlace que tuvo esa cita, en el viaje que ella hizo a La Habana en su primera administración.

A veces asombra la facilidad con que se ha estado repitiendo que la centroderecha no tiene la menor idea de lo que es la complejidad de las relaciones internacionales en el mundo actual. ¿Es arrogancia, desconocimiento o simplemente ventajismo barato? Queda la duda. Establecido que la inserción internacional de Chile fue claramente obra de los gobiernos de la Concertación, también hay que conceder que fue el primer gobierno de Piñera el que sacó adelante la Alianza del Pacífico. Y no hay que ser Metternich para reconocer que esta iniciativa está entre lo más importante, serio y duradero que ha dado la política exterior chilena en las últimas décadas. ¿Era una alianza que de todas maneras estaba inscrita en el destino de Chile, cualquiera haya sido el gobierno? No, no era así, porque hasta ese momento todo el esfuerzo de la Cancillería estuvo colocado en unirnos como vagón de cola a ese proyecto varias veces fracasado que fue el Mercosur. Incluso más, dato que tiene ribetes clínicos, esta misma expectativa fue la que alentó en sus inicios la política exterior del segundo gobierno de la Presidenta Bachelet.

La Alianza del Pacífico, en cambio, funcionó y su puesta en marcha coincidió con un buen momento de nuestra diplomacia. Fue un acierto. No es, por supuesto, el único que tenemos. Nadie discute que también lo fueron los contactos preliminares en 1994 que hizo el Presidente Frei Ruiz-Tagle con Bill Clinton y que llevarían años después a la firma del TLC con Estados Unidos. En una escala no menor, también lo fueron la resuelta negativa del Presidente Lagos a acompañar, en tiempos de George W. Bush, a los Estados Unidos y otras naciones a la caótica aventura de Irak, o asimismo la enérgica respuesta del mismo mandatario al Presidente Carlos Mesa cuando en la cumbre extraordinaria de las Américas del año 2004, en Monterrey, rechazó la solicitud boliviana de discutir en esa instancia el tema de la mediterraneidad y ofreció, en cambio, la reanudación inmediata, aquí y ahora, de las relaciones diplomáticas con La Paz. Son eslabones de una cadena que indudablemente nos genera aprobación y orgullo.

Sin embargo, son muchos los ámbitos donde no lo hemos hecho bien. Ciertamente, hubo irresponsabilidad e indolencia en el manejo de la inmigración haitiana en el gobierno anterior. También hubo improvisación y zigzagueo durante el actual en la exaltación primero y en el rechazo posterior del Pacto Migratorio de Naciones Unidas. Todo indica, del mismo modo, que se operó con una errada composición de lugar en la gestación del viaje del Presidente Piñera a Cúcuta; como testimonio político el episodio puede haber sido valioso, aunque ya es un hecho que entrañó riesgos que Chile no debería correr. Podemos entender o aprobar estas decisiones, pero no nos dan muchas razones para enorgullecernos.

De momento, el gran desafío de la política exterior, y también del orden interno para Chile, es la presión sobre la frontera norte de cientos de venezolanos que están tratando de ingresar al país. La crisis se agudizó luego de que Perú -alarmado por el volumen de esta inmigración- estableció a partir del pasado 15 de junio una visa humanitaria o consular a los ciudadanos procedentes de Venezuela que debe ser tramitada antes de entrar al país. Esa circunstancia obligó a Chile a replicar la medida para ordenar el flujo y prevenir los mismos problemas que ya conocimos respecto de la inmigración haitiana. Por cierto que el asunto es delicado, porque involucra variables políticas, diplomáticas, humanitarias, económicas y de seguridad interna. No hay que perder de vista el origen del problema: la dictadura que sigue saqueando y secuestrando a Venezuela. Y tampoco su efecto, la magnitud de la crisis humanitaria que ya comenzó a golpear nuestras puertas. R

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