Columna de opinión de Héctor Soto: Contención y foco

El Presidente Sebastián Piñera.


Al Presidente Piñera podrán hacérsele muchos reparos, pero nadie podría acusarlo de remolón o de no tomarse en serio sus responsabilidades. Inquieto, trabajador e hiperkinético como es, hay posiblemente pocos mandatarios en la historia política de Chile que se hayan conectado con tanta intensidad con los problemas del país, con lo que las políticas públicas pueden y no pueden lograr, con los engranajes, los motores y las inercias del aparato estatal y con los desafíos –transversales, pero también sectoriales, y microsectoriales incluso- que tiene su administración. Piñera está en todo, lo sabe todo, lo discute y analiza todo y en la práctica decide casi todo. Como 50 bilaterales al mes decía la semana pasada El Mercurio que tenía con sus ministros, además de contactos diarios con casi todo el gabinete. Hay que decirlo: una agenda de terror.

Por cierto que este formato de administración es discutible no solo a la luz de los manuales básicos de administración -en todos los cuales la delegación de atribuciones es un capítulo importante-, sino también a partir de la experiencia gubernativa, que es tal vez la mayor, la más compleja y la más desafiante de todas las expresiones de trabajo en equipo que puede caber en la imaginación. El Presidente seguramente se sabe de memoria tanto aquello como esto, pero una cosa es lo que digan los manuales o la cátedra y otra son las pulsiones de su carácter. Por mucho que sepamos que el sistema de pesos y contrapesos sea una fórmula muy exitosa de gobierno, eso no va a cambiar y el dato es parte de lo bueno y también de lo malo que tiene esta administración.

Le atribuyen al conde de Mirabeau haber dicho que el peor peligro de un gobierno es gobernar demasiado. Descontado el cinismo que puede haber en esa frase, más alto que el usual viniendo de un talentoso aristócrata francés que apostó tanto a los vientos de cambio como a la monarquía en los días de la Revolución Francesa, la experiencia dice que hay mucho de verdad en ella. Gobernar demasiado en los días que corren es desperdigar esfuerzos, es gastar pólvora en gallinazos, es empujar tres, cinco, siete o 10 prioridades legislativas al mismo tiempo y es caer en el espejismo de creer que todo es posible. No solo eso: que todo es exigible por el solo hecho de estar en el programa.

Claro que se necesita sangre fría para determinar qué sí y qué no. Porque algo hay que sacrificar. Tal es precisamente el desafío de administrar el poder que dominan los grandes políticos. Un gobierno soluciona con suerte uno, dos o tres problemas serios. Con suerte también contiene, consuela, acompaña o alivia la situación de la gente o de las instituciones en dificultad en tres o cuatro frentes más. Pero no es mucho más el saldo de lo que dejan cuatro años. Las complicaciones suben quizás al doble en el caso de los gobiernos que no tienen mayoría en el Congreso. Vaya que se necesita mirada estratégica para poner la carga gubernativa en las tres o cuatro iniciativas que sí valen la pena, tengan o no viabilidad de llegar a puerto. Porque no necesariamente es un fracaso político librar batallas irrenunciables que al final pueden perderse.

En una semana en que el Presidente habló, al margen de sus palabras en el acto de La Moneda por el Día Mundial de la Mujer, del monto de la cotización previsional, de la situación del subsecretario Luis Castillo, del cargo de colusión que pesa sobre los supermercados, de los medidores de la electricidad, de la dramática situación de Venezuela, del silencio de Bachelet al respecto, de la inestabilidad del escenario económico internacional, de los efectos de la reforma en el volumen de la recaudación tributaria, de los consensos, pero no a cualquier costo, de los terrenos de la casa de veraneo del subsecretario Rodrigo Ubilla, del mérito como valor del sistema educacional, de un eventual plan básico de salud en el sistema de isapres y de los beneficios que tendrán las pymes con la reforma tributaria, entre otros temas, hay razones para temer que el día a día y la incontinencia presidencial se terminen comiendo no solo el relato, que por lo demás nunca ha existido y a estas alturas, en sociedades cada vez más individualistas, es más bien una quimera, sino también los ejes y las prioridades. ¿Cuáles prioridades? No las que tenga el gobierno para la semana, a lo mejor tampoco las del año legislativo, sino aquellas que son anteriores y más desafiantes, porque son las que responden a preguntas muy simples: ¿Qué vino a hacer este gobierno? ¿Cuán distinto del Chile que encontró el año pasado es el que quiere dejar de aquí a tres años, cuando termine su mandato?

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