Columna de Óscar Contardo: El odio como bandera

De un golpe lo que era un pacto migratorio multilateral, que expresamente salvaguardaba las decisiones internas de los Estados y que significaba un avance para la convivencia y los desafíos del futuro, resultaba ser una intromisión en la soberanía del país. Lo que hasta hace unos meses era apoyado por el Presidente Piñera según sus propias palabras en la Asamblea General de la ONU, ya no lo era más.



En su libro Aporofobia, el rechazo al pobre, la intelectual española Adela Cortina escribió lo siguiente: "La ideología, cuanto más silenciosa, más efectiva, porque ni siquiera se puede denunciar. Distorsiona la realidad ocultándola, envolviéndola en el manto de la invisibilidad, haciendo imposible distinguir los perfiles de las cosas". Cortina publicó su libro en 2017, luego de acuñar y difundir -junto a otros filósofos- la palabra "aporofobia", una expresión nueva para un fenómeno que hasta ese momento se le llamaba simplemente "xenofobia", es decir, odio al extranjero.

La intelectual arrojaba en su ensayo una nueva luz sobre las conductas xenófobas que se habían expandido por Europa; una epidemia que crecía en la medida en que diferentes crisis se superponían y las costas del norte del Mediterráneo se transformaban en una meta de sobrevivencia para las poblaciones devastadas del sur y del Medio Oriente. Los que llegaban -africanos, árabes- eran extranjeros, es cierto. Pero no era exactamente esa condición lo que encendía la ira que como una mancha se extendía por el continente. Mal que mal, también lo eran los turistas japoneses que llenaban hoteles en Venecia, los magnates rusos que se instalaban en los mejores barrios de Londres, los chinos que compraban en las tiendas de lujo de París, en las que rara vez un ciudadano local podía permitirse adquirir algo. También eran extranjeros los jeques que pasaban temporadas con su corte en Marbella y los latinoamericanos que sonreían para la revista Hola. La creciente inquina de los ciudadanos europeos de los sectores medios no era contra todos los extranjeros, era contra los inmigrantes pobres. Una aversión que encontraba una justificación en las propias frustraciones y que resultaba fácil de circunscribir: los que llegaban no solo hablaban una lengua distinta, lucían diferente -la piel más oscura- y hasta creían en otros dioses. ¿Cómo me desquito de la crisis subprime provocada en algún lugar lejano, inaccesible? ¿Quién responde por el desempleo que no para de trepar? ¿Hacia dónde dirigir el resentimiento de una promesa de prosperidad supuestamente inacabable que no alcanzó para mí?

Mientras leía la frase de Adela Cortina que aludía a la capacidad de ciertas ideologías de volverse invisibles y, por lo tanto, muy difíciles de contradecir, se me vino a la mente el clásico caso de las proyecciones cartográficas que tienden a distorsionar el tamaño de los continentes. El ejemplo más usado es el de la proyección de Mercator, que hace parecer Europa y Estados Unidos mucho más grandes de lo que son, ensanchando Groenlandia hasta el absurdo y encogiendo África y Sudamérica de manera ridícula. En el uso y reproducción del mapa Mercator había una ideología silenciosa que ocultaba el perfil de la realidad. Sospecho que es la misma ideología que provoca que en todos los países de Europa la percepción general de la proporción de población inmigrante sea mayor a la existente en los hechos. Donde hay un inmigrante, muchos ven hasta dos o tres. Un fenómeno que se repite en Chile, en donde los inmigrantes apenas sobrepasan el 4% de la población, pero la percepción de los chilenos, según una encuesta Ipsos, es que alcanzan al 30% de la población. Incluso esta semana, un expresidente ha dicho con gesto contrariado que el país "está lleno" de extranjeros, como quien habla de sospechosos. Tal vez su molestia sea porque no tenía en mente a los empresarios asiáticos con los que suele tratar, sino a los latinoamericanos pobres que vienen a buscarse una vida.

Repentinamente, todo el sentimentalismo que suele exhibirse frente a imágenes como la del niño sirio muerto en una playa turca o la de los chicos centroamericanos encerrados en una jaula en Estados Unidos, se esfuma. Incluso, políticos que se jactan de profesar una fe que hasta donde entiendo tiene como eje procurar el alivio del más abandonado y la ayuda a los que sufren, olvidan ese aspecto de su religiosidad con la que suelen argumentar muchas de sus decisiones y apuntan a la inmigración como el gran enemigo que acecha. Porque un asunto es asumir los desafíos de un fenómeno complejo que evidentemente significa fricciones, y otra es etiquetarlo como una amenaza, si no la principal, una tan importante como para alterar en un parpadeo una política de Estado. Eso ocurrió esta semana. De un golpe lo que era un pacto migratorio multilateral, que expresamente salvaguardaba las decisiones internas de los Estados y que significaba un avance para la convivencia y los desafíos del futuro, resultaba ser una intromisión en la soberanía del país. Lo que hasta hace unos meses era apoyado por el Presidente Piñera según sus propias palabras en la Asamblea General de la ONU, ya no lo era más. El mensaje que envió el Poder Ejecutivo a la población fue claro: alguien muy malo quiere decidir por nosotros y dejar entrar al enemigo; nosotros le hemos dado un portazo pensando en ustedes.

Apretaron un botón de pánico, azuzaron la paranoia y dieron la señal para elevar las banderas del odio.

Repentinamente, el discurso de apertura al mundo que se repetía desde los 90, el de la inserción de Chile -un país cuya pequeña población envejece aceleradamente- en la comunidad internacional, se ha transformado en otra cosa: en una perorata de mentiras sobre las organizaciones internacionales, de menosprecio sobre el avance civilizatorio que significó la Declaración Universal de los Derechos Humanos y de burlas racistas avaladas por líderes de opinión sin escrúpulos. Habría sido bueno que advirtieran expresamente que lo que realmente importaba era que el dinero circulara, no las personas.

Una silenciosa ideología se ha colado en la vida cotidiana del país; un serpenteo sordo recorre las encuestas. Alguien decidió que era la oportunidad de usarlo a conveniencia y decretar que los problemas del país ya no son las pensiones, ni el sobreendeudamiento de las personas, ni la productividad, ni los desafíos de la automatización. Los problemas ya ni siquiera son la educación, ni la salud. La amenaza principal son los extranjeros pobres y morenos que nos recuerdan lo que somos capaces de hacer cuando la frustración nos acorrala y nos enfrenta con nuestra propia pequeñez.

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