El chileno no es racista, es creativo. Disfruta de una fantasía propia sobre su lugar en el mundo, se cree tan occidental como lo sería un belga o un sueco, y en la profundidad de su ser, se juzga blanco, básicamente porque no se siente indio ni menos aun negro. Así de simple. Al chileno le incomoda la palabra mestizo, porque enfrentarla significaría admitir proporciones de una mezcla que le incomoda y que desconoce: nadie se esfuerza por descubrir el punto del árbol genealógico en donde aparecen las abuelas picunches, el tata diaguita, la sangre de las tribus del Maule. Porque seguramente eso nunca se registró -¿para qué?, ¿qué sentido tendría hacerlo?- y porque tiene muy buenas razones para sospechar que en ese pasado hubo pobreza y violencia, un paisaje oscuro difícil de combinar con sus propias ambiciones, con la promesa de admiración que provoca un linaje de piel clara. El horizonte siempre será una raíz transatlántica, algún pueblito en Extremadura que rime con el apellido, un caserío italiano, con suerte una aldea vasca y, si es posible -cruzando los dedos-, una gota de sangre europea llegada de las islas británicas para presumir de un abuelo que en lugar de asumir su lugar en la corte, se vino a correr aventuras al fin del mundo. Porque el chileno no es que sea racista, es práctico. Sabe que la traza genética indígena no lo llevará a ninguna parte, porque si hay algo bien determinado en nuestra convivencia son los límites del respeto y el poder, y esa frontera se levanta sobre el aspecto que delata origen. ¿De qué color son los gerentes de empresas y los miembros del gabinete? ¿Cómo lucen los presentadores de noticias de televisión? ¿Qué rasgos tenían los líderes del movimiento estudiantil de 2011? ¿Cómo son los actores y actrices con los roles protagónicos de las teleseries? ¿Los modelos publicitarios de ropa de multitienda? ¿Se confundirían con la muchedumbre de una tarde en Estación Central, arriba de un bus del Transantiago, el Paseo Ahumada? No.

Antes que reconocernos morenos, los chilenos preferimos describirnos trigueños o de piel mate.

El chileno no es racista, lo que pasa es que tiene una altísima conciencia de las consecuencias que tiene el color de la piel, la forma de su rostro, de los ojos, la disposición de los pómulos y la textura del pelo en el destino de las personas. El chileno lo sabe y lo comunica sin decirlo explícitamente, usando giros que describen una cartografía fisonómica compleja en un tono de aparente humor: hay personas que tienen pinta de flaite y otras que tienen pinta de futre; hay jóvenes con cara de punga y otros con un aire zorrón. Nos complace burlarnos de la mecha tiesa y admirar el peloláis que puebla las fotos de vida social. Detrás de cada uno de esos giros creativos no sólo hay diferencias físicas, también hay distancias muy diversas respecto del poder. Alguien de mecha tiesa o cara de punga -para echar mano de nuestro delicado imaginario sobre el fenotipo local- que trepe en las jerarquías y se acerque demasiado a la cúspide social, inevitablemente tendrá que sobreponerse a que cada tanto le recuerden de dónde viene, como si eso fuera una razón de vergüenza o un crimen que debe ocultarse. Si hay que atacar a alguien en política, que no sea por sus errores, ni por sus contradicciones, o porque sencillamente nos resulte antipático: lo mejor es concentrarse en cómo luce, sobre todo si esa persona es morena.

El chileno no es cruel, es solidario. El problema es que la solidaridad aquí se entiende como un gesto cercano a la caridad y emparentado con la condescendencia. Un ritual anual o mensual bien difundido que nos recuerde a nosotros mismos lo generosos que somos con quienes viven en la dificultad o el desamparo. Valoramos más la lástima que el respeto.

Frente a la histeria desatada por la inmigración haitiana entre algunos afiebrados nacionalistas que rezuman ignorancia y vulgaridad, y el maltrato diario que reciben los recién llegados en los barrios donde deambulan buscando trabajo y techo, el chileno bienpensante lanza un hashtag en Twitter y nos recuerda que es chozno de un ucraniano y que tuvo una abuela belga, como quien hace una confesión dramática que deberíamos tomar en consideración. Nos alerta de ese modo –autorreferente y escrupulosamente europeo- que sabe muy bien lo que sienten los inmigrantes latinoamericanos actuales. Nos indica, de paso, que ellos son bienvenidos y que debemos considerarlos nuestros "hermanos", como si todo consistiera en pasar un retiro de fin de semana en Tunquén. El progre piensa esto y lo escribe como un abracadabra educativo y bondadoso que desarmará automáticamente un entramado cultural de prejuicios que se alimenta de la propia historia de negación y segregación que vive la mayoría de los chilenos que convivirá con esos inmigrantes. Pasan por alto que se trata de un grupo de la población sumamente susceptible a los discursos políticos que apuntan a buscar un responsable más débil a quien acusar de las propias frustraciones. A estas alturas, los bienpensantes ya deberían saber que por más que se expliquen y difundan los hechos -sobre el número real de inmigrantes, el efecto en el mercado laboral, la manera en que su consumo contribuye con impuestos-, estos no son suficientes para enfrentar discursos que acuden al miedo para sumar votos y mantener las riendas del poder. Esto se trata de política, no de buena vibra.

El chileno, por último, no es xenófobo, sino más bien una criatura de talante isleño especialmente sensible al tono de los pigmentos de la piel. La inmigración haitiana remece ese rasgo y despierta una bestia que siempre ha estado ahí, pero que durante siglos hemos procurado pasarla por alto y evitar enfrentarnos al mal aliento que hierve dentro de sus fauces y al dolor de su mordedura.