Historia de dos agujeros negros

Podemos entrever un futuro tan promisorio como el que imaginó Galileo al apartar el telescopio, desconcertado y aturdido, tras contemplar por vez primera las intimidades que la anatomía lunar dejaba al descubierto en una clara noche florentina.




Lunes 14 de septiembre, 2015. La señal fue detectada en Louisiana a las 9:50.45, hora del meridiano de Greenwich, y siete milésimas de segundo más tarde en el detector del estado de Washington. Casi simultáneas, las señales eran idénticas. La probabilidad de que un evento azaroso haya causado ese patrón en ambos detectores, ubicados a tres mil kilómetros de distancia, era prácticamente nula. No cabía duda de que la señal había sido provocada por el paso a través de la Tierra de ondas gravitacionales.

Fueron necesarios casi veinticinco años de trabajo incesante de un ejercito de científicos y técnicos para llegar a vivir ese momento estelar de la historia de la ciencia. La perseverancia fue la clave. Porque aquello que muchos pensaban imposible cristalizó esa fresca mañana de otoño como un regalo cósmico: el casi imperceptible susurro gravitacional del Universo pudo por fin ser escuchado. La señal venía de la región austral del cielo. Se había generado durante los últimos compases de la febril danza con que dos agujeros negros se cortejaron mientras giraban a velocidades cercanas a la de la luz, frenéticamente, acercándose hasta transformarse en uno solo. Una copiosa cantidad de ondas gravitacionales se había emitido en el proceso, la más intensa de ellas en el instante de la fusión definitiva, cuando el flamante agujero negro se acomodó en la que desde entonces sería su nueva identidad, solitaria y final.

La agitación del tejido espacio-temporal que sirvió de escenario a este proceso comenzó allí un largo viaje, de más de mil millones de años. La señal detectada en la Tierra fue extremadamente débil porque, al ser emitida en todas las direcciones, la porción que viajó hacia nosotros es una fracción ínfima de la onda inicial. Además de que la gravedad, no lo olvidemos, es la más débil de las interacciones. Pero los detectores del experimento LIGO (siglas en inglés para Observatorio de ondas Gravitacionales de Interferometría Láser) estaban cuidadosamente calibrados de modo que ese grito ahogado del cosmos pudiese ser percibido. La precisión allí conseguida en la medición de distancias no tiene parangón. Para entender la magnitud de esta empresa imposible, mida su altura. ¿Con qué precisión puede hacerlo? ¿Milímetros? Ya sería impresionante. ¿Décimas de milímetros? ¡Extraordinario! Si lo consiguiera, sin embargo, estaría midiendo con una precisión de una parte en diez mil. Para detectar el paso de una onda gravitacional, LIGO necesita medir la distancia entre dos espejos, separados cuatro kilómetros, con una precisión de… ¡una parte en mil trillones! Para que se haga una idea, esto es como medir la distancia entre la Tierra y el Sol con una precisión igual a la del tamaño de un átomo. El que lo hayan conseguido es razón suficiente para levantar las copas a la salud de nuestra especie.

La teoría de la gravedad de Einstein nos dice que los fenómenos gravitacionales son consecuencia de la geometría del espacio-tiempo. Como si se tratara de la membrana de un tambor sobre el que hemos dejado un peso, éste se deforma y se curva en presencia de materia. Pero, al igual que en el caso del tambor, cosas más interesantes pueden ocurrir. Al golpearlo con una baqueta, éste siente un peso por un breve lapso y luego, a pesar de la ausencia de fuerzas de ningún tipo, la membrana continúa vibrando con movimientos ondulatorios. La energía de movimiento que entregó el golpe se ha transformado en ondas mecánicas de la membrana. El campo gravitacional funciona de modo similar. Si aceleramos un cuerpo masivo, éste emitirá ondas gravitacionales. Lo hace la Tierra en su órbita alrededor del Sol, pero su intensidad es de detección casi imposible. En la búsqueda de ondas gravitacionales, por ello, debemos buscar sistemas muy masivos y que orbiten con rapidez, de modo que su radiación gravitacional sea abundante. Un buen candidato es un sistema binario de dos agujeros negros, los objetos más densos del Universo, orbitando uno en torno al otro. En este caso es tanta la radiación liberada que el sistema pierde energía rápidamente y los agujeros negros comienzan a acercarse en una trayectoria espiral hasta que colisionan, fusionándose en uno solo.

Muchas son las noticias que se desprenden de la observación de LIGO. Se la puede tomar como una confirmación de la existencia de agujeros negros. También como la verificación definitiva de la Teoría de la Relatividad General y, en particular, de la realidad física del espacio-tiempo.

Los detalles de cómo sucede esto no son fáciles de predecir. Es necesario resolver las ecuaciones de la Relatividad General de Einstein en una situación que es imposible de tratar matemáticamente en una hoja de papel. Es imprescindible la simulación con computadores. Aún así, el problema es de tal complejidad que recién ha podido ser resuelto en el siglo XXI, justo a tiempo de poder darle sentido a la señal detectada por LIGO. Y es que ésta es tan tenue y viene mezclada con tanto ruido indeseado de origen terrestre (sismos, mareas, actividad humana), que sólo conociendo bien lo que se busca es posible identificarlo. Los físicos teóricos simulan lo que ocurriría en distintos sistemas astrofísicos y cómo sería el perfil de las ondas gravitacionales que esperaríamos ver en la Tierra en cada caso. Así es como se pudo identificar la señal bautizada como GW150914 y determinar que se trataba de dos agujeros negros de 30 y 40 masas solares cada uno —concentradas en un diámetro de apenas 150 kilómetros— que se fundieron en uno solo tras bailar acercándose, con la sensualidad de un tango. Sólo el bramido final, producido cuando ambos se fundieron en un único agujero negro, provocó una deformación del espacio-tiempo de suficiente amplitud como para que, tras su largo viaje, hayamos podido detectarla en la Tierra. A pesar de su minúscula amplitud, la potencia emitida fue cincuenta veces mayor que la de todas las estrellas del Universo observable. Pero la parte central del tañido duró apenas dos centésimas de segundo, liberando una energía equivalente a tres soles. Números que hacen perder el aliento de sólo intentar imaginarlos.

Muchas son las noticias que se desprenden de la observación de LIGO. Se la puede tomar como una confirmación de la existencia de agujeros negros. También como la verificación definitiva de la Teoría de la Relatividad General y, en particular, de la realidad física del espacio-tiempo. Pero quizás la consecuencia más importante sea que marca el comienzo de una nueva era de la exploración del Universo. Hasta ahora ésta se había basado en las ondas electromagnéticas. Primero la luz visible, desde que Galileo alzara la vista al cielo valiéndose del telescopio que inventó. Luego, una gran variedad de frecuencias invisibles para nuestros ojos pero no para nuestros instrumentos, tales como las ondas de radio, o los rayos X. A partir de hoy tenemos una nueva herramienta para observar el cosmos, que nos permitirá explorar sistemas físicos aunque estos no emitan luz. Las ondas gravitacionales tienen la importante característica de ser muy penetrantes. A diferencia de las electromagnéticas, que pueden ser bloqueadas fácilmente por la materia, las gravitacionales atraviesan obstáculos sin dificultad. Con ellas podríamos escudriñar rincones del Universo que hasta hoy nos resultaban opacos. Auscultar los sucesos que ocurrieron poco después del Big Bang, entregando información preciosa que nos lleve a la comprensión del origen.

Podemos entrever un futuro tan promisorio como el que imaginó Galileo al apartar el telescopio, desconcertado y aturdido, tras contemplar por vez primera las intimidades que la anatomía lunar dejaba al descubierto en una clara noche florentina.

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