El día en que Kant asistió a un concierto de Deep Purple

La actual crisis ha puesto a la actividad científica al frente de la mirada pública. En ocasiones parece que esta se centrara en el análisis de una infinidad de datos, que aparecen como su materia prima. Ya Kant sabía que no era así. Que empirismo y razón deben convivir en armonía. Oersted también lo sabía, y con la influencia del filósofo fue protagonista de uno de los grandes hitos de la ciencia de todos los tiempos.


Fue un dilema kantiano. Ocurrió en Londres el 30 de junio de 1972 en el Rainbow Theatre durante un legendario concierto de la banda Deep Purple. Las cuatro inconfundibles notas que interpretó Ritchie Blackmore en su guitarra Fender Stratocaster y Jon Lord en su órgano hicieron estallar de júbilo a las más de tres mil personas que allí se congregaban. En ese espacio cerrado e íntimo, los diez mil watts de potencia que entregaba el sistema Marshall de amplificación hacían del evento una experiencia tan sublime, tan adictiva como dolorosa. Algunos espectadores abandonaron el teatro ensordecidos, imposibilitados de tolerar la intensa punzada en sus oídos. Y claro, eran testigos de lo que, hasta ese momento era el récord absoluto de volumen jamás experimentado en un concierto: 117 decibeles. Apenas comenzando los primeros compases de “Smoke on the water”, el cuarto tema del show, un joven cae al suelo, inconsciente. El noúmeno que se escondía, inaccesible, en algún lugar entre los dedos de Blackmore y la historia de la filosofía no llegaba a transformarse en fenómeno alguno, mientras los sentidos de ese fan eran apagados por la fuerza de ese sonido que, por el contrario, estaba destinado a activarlos. Tres personas terminaron inconscientes esa noche. Demasiados estímulos. Demasiados datos.

No está de más invocar a Kant por estos días, cuando tal como en ese concierto de Deep Purple, los datos rebalsan nuestros sentidos. Esta vez se trata de curvas de contagio, números de muertos, políticas públicas de distintos países. La saturación auditiva de 117 decibeles –algo así como lo que sentiríamos trabajando sin protección auditiva arrancando el pavimento con un martillo percutor- quizás sea poco comparado con aquella de los alaridos mediáticos a los que estamos expuestos hoy. Poco a poco, como ese fan de Deep Purple, vamos perdiendo la capacidad de asimilar la big data en nuestro cerebro. De algún modo, aunque exista la nítida sensación de que esta crisis pone la ciencia en el centro de la atención pública, y de que esto es un buen síntoma en pos de vencerla, hay una fuerza oculta que parece operar en la dirección contraria. La ciencia no es el arte de analizar datos. Por supuesto, la ciencia necesita urgentemente de esos datos, como el molinero necesita con idéntica urgencia de un molino. Pero no podemos olvidarnos que la esencia del arte del molinero, a pesar de su nombre, está en el trigo. Kant entendió esto mejor que nadie, cuando veía cómo los científicos, ignorando totalmente las ideas de los filósofos empiristas, lograban monumentales obras casi sin datos. Newton, como se sabe, concibió su teoría de la gravitación con apenas un puñado de estos. Lo mismo Einstein con su teoría de la Relatividad, o Fleming, con la penicilina. No tenían casi datos. Evidencias circunstanciales, obsesiones estéticas o prejuicios personales han sido siempre la materia prima, el trigo de las mejores ideas científicas. Los datos son solo los aplausos con los que la naturaleza acepta o rechaza estas ideas. Sin duda debemos escuchar a la naturaleza con atención, y esa no deja de ser una tarea titánica que ocupa buena parte del trabajo científico. Pero si queremos poner a la ciencia en su lugar debemos sacar a los datos del centro del debate. Debemos bajar los decibeles y concentrarnos en la melodía.

Hace exactamente 200 años, Hans Christian Oersted, uno de los más prodigiosos físicos que nos haya regalado Dinamarca, realizó un famoso experimento. Oersted no estudió física, no existía en esos años esa carrera. Su tesis doctoral era sobre la obra de Kant. Para bien y para mal, la influencia del filósofo fue más importante que ninguna otra en su concepción científica del mundo. Seguía con devoción un ideal kantiano que nos acompaña hasta nuestros días: la unificación de todas las fuerzas. Kant escribe: “La ciencia consiste en la reducción de fuerzas aparentemente distintas, a un número pequeño de ellas […] hasta las fuerzas fundamentales, más allá de lo cual nuestra razón no puede ir”. Oersted tenía la convicción de que debía ser posible mostrar cómo las fuerzas eléctricas y las fuerzas magnéticas debían relacionarse. Es así como en una clase privada, en abril de 1820, dispuso un cable conductor a través del cual hizo pasar una corriente eléctrica impulsada por una batería. Acercó al cable una brújula, dispositivo que consiste en un pequeño imán, sensible a los campos magnéticos, y observó con fascinación cómo se desviaba cuando la corriente circulaba. Ese día no sólo dio el puntapié inicial al programa kantiano de unificación de las fuerzas, cuyo primer gran éxito culminó con la unificación de la electricidad, el magnetismo y la luz de la mano de James Clerk Maxwell casi medio siglo después, sino que además fue el primer ejemplo en el que se observaba cómo una corriente eléctrica puede mover otro objeto.

El 30 de julio de 1972, tres mil personas aturdidas por el volumen que Deep Purple desplegaba no eran en absoluto conscientes de que el experimento de Oersted se estaba repitiendo. El truco estaba en los altavoces, en donde la corriente que provenía de los amplificadores agitaba imanes con desmesura. Estos estaban adosados a membranas circulares que, por lo tanto, oscilaban con ellos agitando el aire de sus inmediaciones. Aunque la amplificación de esas corrientes era sin duda una exageración para ese pequeño recinto, a la mayoría parecía no importarle. No era música lo que buscaban realmente. Como tampoco es ciencia lo que la mayoría reclama hoy mientras se revuelca alegremente en terabytes de información. Immanuel Kant, desde algún lugar, los mira sin disimular sorpresa.

*Profesor de la Facultad de Ingeniería y Ciencias de la UAI e investigador del CECs.

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