Los muertos después de Coco

FOTO: CLAUDIO VERGARA

Como desde hace siglos, a principios de noviembre se celebró en México una de las fiestas más asombrosas del planeta, con calaveras, panes de muertos y altares multicolores. Pero también con un contexto distinto: el éxito de la película animada ha reimpulsado el turismo en torno al tema y ha dividido posiciones entre la tradición y la modernidad.


Día de Muertos en todos lados. En las cientos de familias, parejas o niños que maquillan su rostro como una calavera y que se abren paso en el asfixiante metro de Ciudad de México, sin despertar curiosidad entre quienes ya están habituados a esa imagen. En los muchísimos turistas europeos que pintan su cara simulando esqueletos huesudos y mezclando sus pómulos colorados y sus cabellos rubios con una representación indígena y ancestral.

Día de Muertos en un show de marionetas en las afueras de la capital y donde los cadáveres de las figuras más representativas de la historia reciente del país -Cantinflas y sus bailecitos; Luis Miguel y su dentadura voluminosa; el presidente Enrique Peña Nieto con su jopo reluciente- hablan desde el inframundo, recordando que la muerte es democrática, que todos acabarán siendo calaveras. Y también en otro espectáculo, más íntimo, cuando un cantante callejero se sube a uno de los vagones del metro con un micrófono y un amplificador para cantar temas de los Beatles, tributando a sus propios héroes invisibles: John Lennon y George Harrison.

Y Día de Muertos en las palabras de Octavio Paz, quizás el intelectual que mejor explicó la idiosincrasia mexicana, cuando en su Antología del ensayo hispánico escribe: "Nuestra pobreza puede medirse por el número y suntuosidad de las fiestas populares. Los países ricos, pocas: no hay tiempo ni humor (…) Las fiestas son nuestro único lujo (…) Durante esos días, el silencioso mexicano silba, grita, canta, arroja petardos, descarga su pistola en el aire. Descarga su alma".

El Día de Muertos no da tregua y descarga el alma de un país completo. Imposible escabullirse, imposible eludirlo. Te lo topas en hoteles, centros comerciales, casas de amigos, publicidad en TV y hasta en las peleas de los enmascarados de la lucha libre chilanga que, aunque invencibles en el ring, algún día también serán calaveras. Entre el 31 de octubre y el 2 de noviembre, México huele a dulce de calabaza, adopta en cada esquina la forma del pan de muertos -una masa de azúcar decorada con unas rebanadas en forma de huesitos- y pareciera que todos los caminos están señalados con flores de cempasúchil, suerte de rosas de color amarillo que iluminan el alma de los fallecidos cuando, según la creencia, vuelven por unos días a visitar los sitios en que vivieron y a los seres que amaron.

Porque precisamente en esos días se celebra una de las tradiciones más singulares del planeta: el momento en que millones se vuelcan a recordar a los que ya no están mediante los más llamativos disfraces, colores y rituales. Una fiesta de cuna prehispánica, que adoptó sus patrones más definitivos con la llegada de los conquistadores españoles, y que hoy disfruta de un reimpulso comercial y turístico que vino también desde otra tierra; desde el otro costado de la frontera.

Primero fue Spectre, la cinta de James Bond de 2015 que parte con una persecución en un desfile de Día de Muertos en Ciudad de México, donde todo es color y alegorías, salvo por un detalle: esa procesión nunca existió en la vida real. Pero para agradecer el impacto que generó ver en pantalla grande al agente 007 batallando entre cráneos y esqueletos ambulantes, el gobierno ha decidido replicar el evento en el centro de la ciudad desde 2016, con cerca de un millón y medio de asistentes en su última versión.

Por otro lado está Coco, la película animada con récords de público en México y Chile, y cuya trama está centrada en la festividad popular. Pero cuando la modernidad se entrelaza con la historia, hay opciones ciertas de cortocircuito.

Cantarás sobre mi tumba

"Desde hace años que festejo este día y siento que ha cambiado mucho. Mantiene parte de su esencia, pero antes era muy diferente", se lamenta Enrique Torres, un padre de familia que junto a su clan recorre San Andrés Mixquic y que apunta precisamente a lo que observa a su alrededor. Tal localidad es hoy uno de los epicentros del culto a los difuntos, y el punto más recomendado por especialistas para vivir la celebración según su naturaleza más autóctona.

Situada a poco más de dos horas del centro histórico, llegar hasta allá es toparse de frente con la inmensidad de un país inabarcable. Un viaje que parte en la línea 12 del Metro, que desde sus carros deja ver villas y edificios apiñados, para de pronto, sin demasiada transición, aparecer en medio del campo, de paisajes rurales separados por apenas kilómetros de una de las urbes más populosas de la Tierra.

Al llegar a la última estación, hay que montarse en una micro que avanza por caminos estrechos y ondulantes hasta Mixquic, cuya parada final no deja dudas en torno a su atractivo mayor: dos catrinas gigantes -el nombre con el que se le denomina a las calaveras en México, la reina absoluta del Día de Muertos- reciben a los forasteros en el ingreso de un mercado de oferta abrumadora.

Desde brochetas de cerdo que amontonadas hacia arriba pueden llegar a medir un metro, hasta calaveritas multicolores, pizzas, poleras, panes de color morado, figuritas de santos paganos, inciensos, platos atiborrados de salsa barbacoa. Es quizás lo más cercano en Latinoamérica a las sobrepobladas ciudades asiáticas como Nueva Delhi.

A todo ello y más se refería el nostálgico Enrique Torres y su prole. La aglomeración, los vendedores cazaturistas, los tours que se pagan en dólares, y los japoneses y los norteamericanos con cámaras intimidantes -pintados con ese maquillaje fantasmal de las catrinas, como si se tratara de un concurso de disfraces- integran un paisaje donde las tradiciones son sólo destellos. Pero cuando la modernidad y la historia chocan en un cortocircuito, sólo queda esperar. Siempre es cuestión de tiempo.

Tras caminar por el extensísimo mercado, asoma el templo de San Andrés Apóstol que sirve como bienvenida para el panteón del lugar, y que cada 2 de noviembre disfruta de la tradicional "alumbrada": cuando los habitantes llegan para adornar las tumbas con flores, frutas, velas, fotografías y cuencos de agua. Con el avance de la noche comienzan los cantos de los mariachis, los aplausos, las voces en medio de la penumbra que le hablan a los que están en el más allá.

Muchos lugareños ya optaron por no asistir al sitio ante la invasión turística; sobre todo porque los caminos del cementerio, entre las lápidas con los nombres de los que partieron, son demasiado estrechos y ponen a prueba el equilibrio. Pero Alejandro Ramos, el principal guía turístico del lugar, no se aproblema con los nuevos tiempos: "Es cierto que por Coco ha llegado muchísima más gente. Pero lo veo como algo positivo: nuestras tradiciones se hacen más conocidas en el mundo y hay un mayor ingreso en lo económico. Además, muchos que viven en los alrededores sí mantienen las costumbres".

Bienvenidos a mi altar

Las cifras parecen dar la razón a Alejandro Ramos. Según la prensa mexicana, en la reciente semana del Día de Muertos aumentó en un 12% la ocupación hotelera en Ciudad de México en comparación con 2017, con ganancias de alrededor de 19,5 millones de dólares.

Pero las escenas circundantes aquí en Mixquic también avalan lo que sostiene el guía turístico. Saliendo del cementerio, hay callejuelas donde se puede convivir con quienes residen en el pueblo. Gran parte de ellos abre sus casas para que los foráneos puedan conocer la intimidad de la celebración: ahí en la parte principal están los altares, otro de los símbolos mayúsculos de la fiesta.

Hay de distintos tamaños y formas. Por ejemplo, un altar de siete niveles es el más colosal y cada una de sus partes representa los momentos que tiene que pasar el alma del fallecido para poder descansar. En su nivel superior está el arco de flores de cempasúchil, el que representa la entrada de los muertos al mundo de los vivos. Más abajo aparecen el papel picado recortado según las siluetas de las calaveras; los jarros de agua para que el difunto pueda saciar su sed tras el viaje al mundo real; los alimentos o las bebidas con las que disfrutaba; y los retratos de abuelos, padres, tíos, amigos y hasta mascotas que les tocó adelantarse en el camino, tal como muchos mexicanos definen a la muerte, para no mencionar precisamente el concepto más temido de la experiencia humana.

Isabel Peña abre su casa para mostrar un majestuoso altar que en su lado izquierdo tiene a una anciana durmiendo en un sillón, de piel curtida y sorprendente parecido a la abuela Coco de la cinta de Pixar, casi como si hubieran montado una escenografía para las miradas externas. Pero no. "Ella es la hija de quienes tú ves en esas fotos del altar", dice la mujer, apuntando a esos retratos en sepia típicos de mediados del siglo XX que ahora adornan su ofrenda.

Y aunque se sospeche lo contrario, al menos en Mixquic, las referencias comerciales a la película son moderadas. Apenas un par de menores pintados como Miguel, el niño protagonista, y uno que otro puesto que ofrece imaginería de la historia. Donde se rentabiliza más al largometraje es en otro extremo de la ciudad, aún más turístico: en Coyoacán, la célebre zona donde vivieron Frida Kahlo, Diego Rivera y León Trotsky. En su feria artesanal, una locataria ofrece poleras de casi todos los personajes del filme. "A mí sí que me ha ido bien gracias a la película", advierte Berenice González desde su pequeño puesto.

Sangre y migración

Pero Coco no es el único eje donde los aztecas y Hollywood hermanan tradición y actualidad. En otros rincones, el Día de Muertos lleva el pulso de las noticias. En el Zócalo, la principal plaza de Ciudad de México, cinco figuras esqueléticas aparecen caminando en distintas plataformas y representan no sólo el largo camino que deben transitar las almas para retornar a este mundo, sino que también el vía crucis de los inmigrantes que a través de la historia han sido empujados a dejar su hogar. Entre las imágenes hay un joven latino, un republicano español y un judío ortodoxo, aunque es obvio que el guiño apunta en otra dirección y sirve de homenaje a los ciudadanos hondureños que en las últimas semanas cruzan México para, paradójicamente, escapar de la muerte.

En otra zona, la coyuntura adquiere un simbolismo todavía más feroz. En el Quiosco Morisco, un pabellón que se alza como uno de los patrimonios arquitectónicos más importantes de la capital, el recuerdo va hacia todas esas mujeres que en los últimos años han sido víctimas de femicidio, en cualquiera de sus formas, desde la violencia familiar hasta los ajustes de cuentas de los narcos.

Entre las flores de cempasúchil arrojadas en el suelo hay imágenes de niñas y adultas asesinadas con mensajes como "me llamaron la periodista incómoda. Fui asesinada a balazos en mi auto", Miroslava, 54 años. O "encontraron mi cuerpo en una maleta", Karen, 19 años. Junto a ellos, los zapatos de las fallecidas, casi todos en tonos rosados, los que en el contraste con el amarillo fuerte de los pétalos crean un paisaje radiante para un mensaje despiadado.

Desde hace décadas, la muerte es un acto casi cotidiano para los mexicanos. Tanto en sus imágenes más coloridas y cinematográficas como en las más sangrientas y de pesadilla. Por eso, hay múltiples maneras de encararla, enfrentarla, sufrirla y hasta comercializarla. Pero todas confluyen en lo mismo: abrazar el único destino ya escrito para todo ser humano.

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