Pamela Aravena: "Me desahuciaron por error"

cosas de la vida

Cuando salí de la consulta me puse a llorar. La amiga que me acompañó hizo lo mismo. Bajamos, se fumó un cigarrillo, y cuando llegamos a la oficina les di a todos el diagnóstico. "Cagué", les dije.


Siempre he creído que puedo desarrollar un cáncer porque mi mamá se murió de esa enfermedad cuando yo tenía cinco años. Obviamente, crecí sin figura materna, me hizo falta siempre y por lo mismo me da pánico pensar que me puede pasar y dejar a mis tres hijas de 22, 19 y 13 años solas y a Jaime, mi marido. Y casi ocurrió. O eso me hicieron creer.

El drama partió en agosto, cuando me hice unos exámenes de rutina para Codelco, la empresa en que trabajo como periodista. Había pasado un mes de que mi papá murió y entre la pena y el ajetreo, aplacé los exámenes. Cuando finalmente me los hice, en una ecografía abdominal el doctor se quedó pegado en la zona del hígado hasta que me dijo que tenía una lesión benigna que había que examinar de manera más profunda.

Me enviaron a hacerme una resonancia magnética y decidí no decirle a nadie que algo andaba mal hasta tener las cosas más claras. Cuando tuve los resultados hice lo que todos hacen: busqué en Google cada una de las palabras que aparecían. Estaba en eso cuando vi una frase que me sonaba rara: "Se sugiere descartar un secundario producto de un primario". Investigando, me di cuenta de que el "secundario" era un tumor producto de otro tumor (el primario) que estaba alojado en mi cuerpo y que no había sido detectado a tiempo. Según internet, tenía una metástasis en el hígado de un cáncer no detectado aún.

Pensé cosas horrorosas, pero seguí en lo que estaba: Google. Mi segunda búsqueda fue cuánto rato podía vivir una persona con mi enfermedad con lo avanzada que estaba. En todas partes aparecía que con tratamiento eran seis meses y sin, cuatro.

El médico me confirmó lo que decía internet: según los exámenes, tenía una metástasis incurable, de un cáncer primario no detectado.

No podía creerlo. Cuando salí de la consulta me puse a llorar. La amiga que me acompañó hizo lo mismo. Bajamos, se fumó un cigarrillo, y cuando llegamos a la oficina les di a todos el diagnóstico. "Cagué", les dije.

Ese día le conté por mensaje de texto a mi marido de manera muy ejecutiva. Él no entendió nada y me llamó. De nuevo lloré. Yo no quería que mis hijas me vieran así, entonces le pedí que nos juntáramos en la casa de uno de nuestros mejores amigos. Ahí hicimos catarsis. Lloramos, recordamos momentos que habíamos vivido juntos, nos reímos y yo les aclaré que no me haría ni quimioterapia ni radioterapia. Si tenía que morirme iba a ser así, disfrutando lo que me quedaba y no con los síntomas de un tratamiento contra el cáncer. Hace unos años murió Carlos, un primo, a causa de la misma enfermedad. Lo vi sufrir tanto que decidí no tratarme, salvo que me prometieran una posible sobrevida, pero no era el caso. Quedaron todos destrozados.

Esa noche, como nunca, nos emborrachamos. Mi marido y mi amigo Gonzalo chocaron el auto. Cuando yo llegué, mi hija chica me vio y se enfureció al verme en ese estado y estuvo días enojada conmigo. No me hablaba, no me miraba y yo pensé que como me iba a morir, algún día iba a tener que perdonarme. Esa fue mi primera noche como desahuciada.

Lo que vino después fue brutal. En el trabajo me apoyaron mucho y había una congoja evidente en el ambiente. Tuve que ir a Recursos Humanos para que me explicaran cómo operaba mi seguro de vida. Siempre con mi amiga millennial, que lloraba más que yo. Tuve la sensación de estar asistiendo a mi propio funeral. Además, todos los que se enteraban me miraban como si fuese ya un cadáver.

Pasaron unos días hasta que les conté a mis hijas mayores. Lo hice por separado y, curiosamente, tuvieron la misma reacción. Me apoyaron, me dijeron que iban a estar en todas conmigo y después se fueron a llorar solas a sus piezas. Entremedio me hacía más exámenes que no arrojaban nada distinto, pero tampoco algo demasiado claro.

Rendida, me dediqué a hacer planes. Calculé que me iba a morir en enero -justo cuando cumpliría los 50 años que nunca quise cumplir- y decidí tres cosas: que quería conocer Moscú y San Petersburgo junto a mi marido, que por su parte me trataba de convencer que empezara la quimioterapia. Segundo, volver a hablar con gente que quería y con la que había cortado relaciones, para reconciliarme. Lo último, escribirles algo a mis hijas. Yo me quedé sin siquiera saber cómo era la voz de mi mamá y no quería que les pasara lo mismo, que me olvidaran y no supieran cómo era su madre.

Nunca me sentí físicamente mal. Después del primer diagnóstico me hicieron un examen largo al que me acompañaron mi marido, mi jefa y una amiga. "¿Usted es la señora del hígado?", me preguntaron los doctores al terminar, y cuando asentí, agregaron: "Bueno, no se ve cáncer en el hígado". Yo no entendía nada. Salí, vi las caras de funeral de mis acompañantes y les conté. Ellos me abrazaron, pero tampoco les cuadraba hasta que mi médico tratante me dijo que era cierto: estaba sana.

Yo dudaba de todo y partí a otra clínica para que me dieran razones para demandar a la primera clínica, y me dijeron lo mismo: viendo los exámenes, la lesión que aparece en el hígado morfológicamente es una metástasis. Pero no se ven tumores del cáncer primario. Entre consultas, juntas médicas y nuevos exámenes, recién a fines de octubre se descartó por completo la existencia de un cáncer primario, por lo tanto, la lesión no era una metástasis y quedaba en el grupo de las llamadas enfermedades "indefinidas", las que por sus características no son consideradas como causantes de una negligencia médica.

Estaba contenta, pero fue un desastre. Tuve que empezar a hacer llamados contando que no me iba a morir y que lo que tengo en el hígado no es un cáncer. Me dio mucha vergüenza escribirle a Recursos Humanos de la empresa para explicarles lo que había pasado. Desde entonces, me dicen "la milagrosa", mis compañeras de trabajo se ríen de mí y pasé los 50 años muy contenta. Fue un bochorno médico y si bien pedí las explicaciones correspondientes, las excusas no fueron suficientes.

Lo que rescato es que mis hijas han cambiado. Pasaron de ser niñas que con suerte me escribían "te quiero" a hacerme saber lo importante que soy para ellas y lo agradecidas que están de tenerme viva. Aunque ellas también se han sumado a las bromas y me dicen "sor Pamela", "la finaíta", "la resucitada" y un sinfín de apodos que ahora, después del susto de mi vida, recibo muerta, pero de la risa.

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