Pamela Aravena

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Es periodista. Su padre, Julio, murió el año pasado luego de varios años perdido en medio de un Alzhéimer que lo sumergió en el olvido.


Mis temores y sus pesadillas

Mi mamá murió en octubre de 1973, cuando yo tenía cinco años. Fue en pleno toque de queda, por lo que su cuerpo inerte estuvo tendido toda la noche sobre la cama, a la espera de que las funerarias abrieran sus puertas.

Esa noche fue la primera vez que te vi llorar, papá. Pero ni tu pena ni la ausencia de mi mamá en los siguientes meses me convencieron de que ella se había ido para siempre. A esa edad no hay conciencia de que la muerte es irreversible. Recién dos años después, cuando tenía 7, caí en la cuenta de que mi mamá no había regresado y jamás lo haría.

Ese día fui yo la que lloré como nunca; no sólo por la certeza de que mi mamá no volvería, sino por el temor de que mi papá también muriera. Tú me tranquilizabas explicándome que llegarías a ser viejo y, para convencerme, me contabas tus propias pesadillas. Las peores, terminar solo, con Alzhéimer y en un asilo.

Luchaste para combatirlas. Decías que caminar te mantendría joven. Que estudiar le daría nuevas sinapsis a tus neuronas. Así, te convertiste en un hablante inglés con ayuda de libros autodidactas; en un aventurero que, gracias a las novelas, viajaste a través del mundo y de la historia; en un lector de diarios capaz de predecir las decisiones de los líderes del planeta.

En esos años me explicaste las complejidades de la Guerra Fría, el fenómeno de los Chicago Boys, la magia del invento del fax y la revolución que significaría la irrupción de los "personal computers". Pero tú, a pesar de todos tus esfuerzos por leer, aprender y recordar, eras un eterno olvidadizo. Nunca supiste el día de mi cumpleaños, ni el de mi hermano, ni nuestras edades, ni los nombres de tus nietos.

Por eso, quizás, me costó darme cuenta cuando empezaste a perderte, a confundirte, a extraviarte. Hace cuatro años, cuando tenías 85, un doctor te hizo 10 preguntas. Sólo contestaste cuatro. Involución cerebral arrojó el scanner; Alzhéimer, dijo el doctor.

Entramos en una espiral sin retorno. Tú intentabas hilar explicaciones coherentes para un mundo que cada vez se te hacía más desconocido. Unas veces estabas a la orilla del mar, otras veces en una oficina; la mayor parte del tiempo, en una plaza. A veces, eras un niño que se desnudaba delante de todos; en otras, un adolescente que revolucionaba las noches con sus gritos y, en las más, un anciano cansado. En esos mundos yo jugaba distintos roles. A veces era una amiga de trabajo; en otras, tu cuidadora; también me creíste tu señora, pero principalmente fui tu mamá.

Papá, terminaste tus días con Alzhéimer y en un asilo, pero nunca solo: esos días, los últimos, los viviste acompañado de todas esas mujeres que me tocó representar para ti.

Pamela

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