Con la frase "Los delincuentes nunca estuvieron más cerca de su pantalla", abrió hace unas cuantas semanas el primer capítulo de Alerta máxima, el nuevo programa de Chilevisión dedicado a registrar los patrullajes y casos con los que se enfrentan varios equipos de Carabineros en la capital. La frase no está dicha al azar: describe los objetivos de un show que desea eliminar cualquier mediación y poner, casi como un relato en primera persona, situaciones límites en pantalla. Acaso ésta es la gran virtud del programa; la presencia de una narrativa frenética, que aspira a representar el riesgo de los policías gracias a un montaje eléctrico, donde sobresalen las tomas obtenidas por las cámaras subjetivas que los uniformados llevan en la cabeza.
<em>En esa velocidad de edición descansa el programa, algo que hace que todo conlleve alguna cuota de peligro. Una pelea familiar termina con el descubrimiento de un cuchillo con el que una mujer ha amenazado a su marido, una camioneta estacionada en un sitio baldío permite descubrir a un ladrón de cables, una ronda en Bellavista deviene en una persecución a toda velocidad que termina en un choque".</em>
Gracias a lo anterior, no es de extrañar que los días lunes Alerta máxima le esté ganando a En su propia trampa de Canal 13. Formalmente, ese último programa es pura postergación del deseo: su sentido se basa en la descripción que hace Emilio Sutherland de los preparativos de cada pitanza, en los detalles intrincados de un plan a cumplir. El docurreality de Chilevisión, al revés, carece de cualquier plan. El estilo frenético de Alerta máxima evita cualquier relajo. Todo se escenifica en la inmediatez de una ronda cualquiera que sucede en una noche cualquiera. Todo se representa en el temblor nervioso de las cámaras, en la aspiración a cierta inmediatez que supone la ausencia de cualquier pausa; algo que implica la estilización absoluta de los tics que Policías en acción o 133, atrapado por la realidad pusieron de moda en nuestras pantallas. Ante este panorama, la presencia del conductor Carlos López es insustancial y quizás cursi al punto de que de modo involuntariamente jocoso, el último capítulo exhibido se abría con él descendiendo de un helicóptero de Carabineros en medio de la noche. Lo mismo se puede decir de su voz en off, casi siempre redundante en comentarios clichés sobre lo que se muestra en pantalla.
<em>Pero la presencia de López es también otra cosa. López es la voz que carga al programa de sensacionalismo, verbalizando la moral de un producto que explota los temores del espectador en aras del rating". </em>
Porque hay una paradoja acá: mientras más veloz es el montaje, más se aleja de cualquier registro documental. De este modo, Alerta máxima es cualquier cosa menos periodismo, es ficción sobre una zona de guerra o un campo de batalla, es la crónica falsa de un país en llamas. Ahí la telerrealidad es cualquier cosa menos real. Es el simulacro de una película de acción que se construye en la sospecha de que todos los ciudadanos son enemigos, de que todas las casas son un escondite de narcos, de que cualquier peatón solitario es la amenaza de algo que ni siquiera se sabe.
Eso sucede porque en el fondo, los combustibles de Alerta máxima son la paranoia y el miedo social. Ahí es posible preguntarse cuáles son los modelos morales de una estética que encuentra chistoso, por ejemplo, presentar la detención de un sospechoso de robo con una melodía cómica, tal y como se hizo en el episodio del lunes pasado. De este modo, aquello que aparece impecablemente editado es en verdad el efectismo de la peor televisión local, por más que se subraye una y otra vez su condición de registro documental. Alerta máxima es casi didáctico en este punto, pues nos recuerda cómo la tele es capaz de construir la realidad. Ahí, lo que se muestra como cercano es un abismo. Es lo que media entre el rigor informativo y la peor de las ficciones, entre lo que sucede en la vida cotidiana y los relatos que aspiran a representarla.