Autorretrato hablado




La última cuenta pública de la Presidenta Michelle Bachelet ha sido, como se esperaba, un esfuerzo por establecer la manera en que el gobierno quiere ser recordado; o, en sus momentos de nivel más doméstico, un balance de las obras y los logros del cuatrienio. Huelga decir que la memoria final del gobierno la establece la historia y no la voluntad, pero el interesado siempre tiene el derecho de hacer el intento.

El de ayer fue un intento monumental.

Lo que llama la atención en él es el vigor, la fortaleza, incluso la porfía de la Presidenta Bachelet. Cuando cabría esperar que estuviese abatida, quizás frustrada o cansada, y decepcionada por el desorden tumultuoso con que están terminando su gobierno y la coalición que inventó para sostenerlo, la Presidenta emprende el discurso más largo del cuatrienio y encima propone una interpretación, casi inobjetable en su benevolencia, de todo el desarrollo reciente de la sociedad chilena, dentro de la cual su gobierno se instala de manera majestuosa.

La Presidenta pone un ojo en el largo plazo -la ancha "fuerza de un país entero"- y el otro en las urgencias -las generaciones que "no pueden esperar"-, y trata de que se entienda que ello ha significado "poner en marcha una historia", algo de una magnitud tan diferente que (si es posible) tendría que ser apreciada como única en los decenios pasados. No lo dice así, porque eso sería una petulancia inaceptable, pero está implícito en el "color" del discurso, en su tono modesto y grandioso, en su apelación a la familia y al mismo tiempo a la patria.

Si esto se entiende de esta manera, entonces quedan explicadas por sí solas las asperezas y las imperfecciones del gobierno, de sus proyectos y de su gestión. La Presidenta parece complacerse -o al menos felicitarse- con la idea de que no ha sido fácil: el autorretrato incluye una idea muy atesorada del coraje como un valor central de la condición humana (y en particular de la femenina).

Puede haber sido incompleto el diagnóstico, puede haber sido imperfecto el programa, pueden estar inconclusas las reformas, todo eso es posible, pero en lo esencial nada estaba equivocado. El gobierno era necesario, socialistamente necesario, frente a un panorama estático de "males históricos" que nadie había encarado.

Esto está muy lejos de lo que fue el término del mandato anterior de la Presidenta, hasta el punto de que parece que tales males no hubiesen estado presentes en aquellos cuatro años. El hiato en la historia, en todo caso, ha sido corregido en el presente y lo que falta ahora es que esto siga por el mismo rumbo.

La audacia interpretativa del discurso sugiere una forma diferente de grandeza. No una forma femenina ni socialista, sino idiosincrática. Bachelet no es Lagos, no es Aylwin, ni siquiera es Piñera. Pero su discurso tiene la fortaleza interior como para revitalizar incluso aquello que después de cuatro años parecía, si no muerto, exhausto, agónico: la idea de que un programa de reformas como el que emprendió nacía de una necesidad orgánica de la sociedad. De esa necesidad no sólo sigue convencida, sino que se preocupa de advertir sobre su implicancia más importante: las reformas no pueden ser revertidas, y en algunos casos ni siquiera frenadas.

Desde luego, este es un mensaje para el gobierno que sigue, y en especial si es un gobierno encabezado por la actual oposición. En muchos momentos de su discurso la Presidenta pareció hablarle a un futuro gobierno de Piñera, aunque no hay una sola línea que permita confirmarlo en forma textual. No sólo le habló de la irreversibilidad (advirtiendo que también "hemos aprendido, dolorosamente, que los avances históricos pueden sufrir retrocesos"), sino que, además, le dejó decisiones consumadas: por ejemplo, el avance en la gratuidad universitaria desde el quinto hacia el sexto decil para 2018; o el proyecto de ley sobre matrimonio homosexual; o el plan de reconocimiento y participación de los pueblos originarios.

Otros anuncios pueden sonar más positivos: por ejemplo, la Línea 7 del Metro o lo que el ministro Alberto Undurraga llamó un "cambio de ritmo" en el programa de nuevas obras públicas. Hay un aparente absurdo en que un gobierno al que le quedan poco más de nueve meses anuncie un "cambio de ritmo" nada menos que en infraestructura. Pero es un contrasentido sólo aparente: en realidad, forma parte de todo un entramado retórico destinado a decirle al siguiente gobierno que debe conservar un grado importante de continuidad, aunque su programa sea diferente.

En algunos pasajes, el discurso muestra cierto grado de ansiedad frente a esa continuidad. "Cuatro años no bastan", dice la Presidenta, casi como si no hubiera estado nunca antes en el gobierno; o tal vez como confirmación de lo que muchos han pensado desde que regresó de Nueva York: que su primer cuatrienio fue más una fuente de frustración que de realización política. En esta versión de la historia, Michelle Bachelet no estuvo ocho años en el Poder Ejecutivo, sino sólo estos últimos cuatro, con tiempo insuficiente para completar la tarea autoimpuesta.

Por supuesto, la ansiedad por la sucesión ya es extemporánea y no tendría fundamento si el propio gobierno se hubiese preocupado en su momento del rumbo catastrófico que estaban siguiendo sus partidos, si al menos hubiese creado los incentivos para evitar la implosión de la Nueva Mayoría. No fue así, y ayer la Presidenta tuvo que dedicar dos líneas, en el final de su cuenta, para pedir unidad "a los demócratas progresistas de Chile" y a los que "me acompañan en el gobierno". Tarde y poco, pero no hay más.

Es curioso que esta invocación haya quedado mezclada -al parecer, deliberadamente- con un siguiente llamado a la unidad del conjunto de los chilenos, una unidad auténtica, dice la Presidenta, no simulada, sino la que "nace del diálogo de las diferencias". A esa hora ya estaban los primeros encapuchados comenzando en Santiago su rutina de pedradas y desmanes callejeros.

Toca a la oposición cobrarle al discurso los vacíos, los excesos y las omisiones. Pero es imposible no reconocer el esfuerzo colosal de darle sentido, dirección e inserción histórica al gobierno justo cuando los funcionarios huyen en desbandada, la totalidad de los candidatos afila sus argumentos para renegar de él y la opinión pública muestra un aprecio entre escaso y esquivo. Es un autorretrato hecho en contra del espejo.

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