Benjamín Walker: abogados sobran




Si Brotes, el segundo álbum de Benjamín Walker (25), ofrece un flanco dentro del auspicioso giro que el cantautor imprimió al sucesor del variopinto debut Felicidad (2014) -se reinventó en este regreso-, es cierta uniformidad. Nocturno y contemplativo, Brotes se desafía a expresar desde cierta contención. Felicidad era la mesa servida en todo el esplendor de quien desea exhibir sus habilidades. Brotes apuesta por la frugalidad, a decir más con menos. A sugerir antes que ser explícito.

El viernes por la noche Walker repletó la sala Master en Providencia y, pendiente de los detalles, el sitio fue engalanado con lámparas como si se tratara de un living para crear la cercanía que estas canciones requieren, compuestas en trasnoche mientras en su casa dormían. Walker domina guitarras acústicas y eléctricas con el gesto de un conocedor a base de estudio. Ahí consigue un primer triunfo. Sus creaciones parecen sencillas y frágiles -cortes románticos y existenciales- pero están construidas minuciosamente y envueltas de ropajes ambientales. Más que melodías el acento es la atmósfera.

Los músicos que le acompañan, una joven banda de Concepción, jamás hilvanan el clásico acompañamiento (excepto en los cortes del debut y hasta por ahí), sino que montan espacios mullidos, etéreos, donde la guitarra eléctrica se funde en conjunción espectral con los teclados, donde la batería minimalista recurre a ratos a un pad electrónico para acentuar un bombo más denso. La misión es que la canción fluya con un entramado poco predecible.

Similar función cumplió el acompañamiento de cuerdas. Apariciones etéreas, sucintas, precisas. Si a Ricardo Arjona le dan los mismos elementos, pone a los músicos a sudar escalas y piruetas para que el barroquismo sugiera clase. Walker no opera así. Despliega una elegancia natural, sin impostación reflejada en su voz, cálida, abierta y sensible a la vez. Aquella sensibilidad se nota en otros aspectos como la generosidad con sus invitados. Donde otros se dan besos y abrazos para luego entonar canciones que apenas conocen, Walker se dio los mismos besos y abrazos con Javier Barría, el productor clave de este disco, y la cantante Carolina Nissen, con quienes emprendió hace un año un viaje teatral y musical de tres meses por México y Colombia. No son amigos circunstanciales sino artistas que comparten una sintonía para componer música de autor profundamente chilena -la melancolía es un eje indiscutido- con nuevos aires.

A pesar de que este segundo álbum tiende a la introspección, Walker en directo es una figura cercana y conversadora, un anfitrión orgulloso sin vanidad de sus tempranos logros. Casi al cierre del aplaudido show anunció sonriente que no volverá al derecho, carrera de la cual egresó. Las leyes perderán a un exponente mientras la oferta musical chilena ha ganado un nombre con una expresividad distinta. Abogados sobran. Artistas auténticos, no.

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