Cataluña, con el diablo en casa




China compró el año pasado 46.000 millones de dólares en empresas europeas, el doble de las que compró en 2015. Entre ellas la italiana Pirelli, la sueca Volvo, la francesa Peugeot, el equipo de fútbol catalán: Español, el emblemático Atlético de Madrid y buena parte del Puerto de Barcelona.

Sin embargo, algunos  europeos, entre ellos muchos catalanes, están embelesados con un concepto decimonónico, hoy inútil y extravagante, la independencia.

El Brexit británico, la independencia catalana, las de las regiones italianas de Padania y el Veneto, reclaman  lo mismo: alguien, ajeno a ellos mismos, los está perjudicando.

Para los británicos son los europeos; para los catalanes, los andaluces y extremeños; para los norteños italianos, los cabecitas negras de Nápoles y la Calabria.

¿No se dan cuenta de que, principalmente, el diablo está en casa?

En el caso español y catalán, la globalización dejó abajo a mucha gente, especialmente a los más jóvenes que viven peor que sus padres y  sin ninguna posibilidad de conseguir trabajos que les permitan vivir. Las elites políticas, tanto de Cataluña como de España, no intentaron resolver el problema causado por la crisis del 2008 protegiendo su población, lo agudizaron recortando de una manera brutal los servicios públicos y diezmando las leyes laborales. Y, aunque parezca raro, los recortes más duros los hizo el propio gobierno nacionalista catalán.  Su manejo de la crisis, al igual que el del gobierno central, llevó a muchísimos españoles a no llegar a fin de mes, a no tener cómo pagar sus hipotecas y ser echados de sus casas. Y esto ocurría mientras muchos de sus prominentes dirigentes, en ambos lados del Ebro, se enriquecían con mordidas y comisiones más allá de toda imaginación.

Al igual que en el Reino Unido, estos gobiernos incompetentes, español y catalán, tremendamente ideologizados, se aprovecharon de agudizar reclamos históricos que están en el ADN de muchos de sus nacionales: el Imperio deshecho, en el caso inglés; la nación invadida, en el caso catalán, para llevar el agua a su molino; recurriendo al viejo truco de  echarle la culpa de todos los males al vecino.

Poco se dice que lo de Cataluña está siendo usado para tapar una corrupción generalizada en nombre de las patrias. Varios líderes del gobierno catalán y del español están imputados por delitos extremadamente graves.

Lo malo es que lo que quedará de todo esto es una Cataluña partida en dos, con familias divididas, con jóvenes que ya odian a España; un choque de trenes podría llegar a ocurrir en cualquier momento.

La solución, a estas alturas, con la caja de Pandora abierta, no es la fuerza por mucho que lo escriba la Constitución española. No se trata sólo de legalidad sino también de legitimidad frente a un problema cuya causa es colectiva.

Habrá que conseguir un diálogo basado en la paz y en reconocer los sentimientos y razones de ambas mitades de la población catalana mediante instrumentos legitimados en una remozada constitución que proponga una España federal y plurinacional; que incluya, más adelante, la posibilidad de un referéndum vinculante para dirimir la independencia de sus naciones históricas, si sus parlamentos así lo deciden.

 Referéndum que considere todos los resguardos legales democráticos, nítida información de las consecuencias, y altos quórums para un cambio tan profundo; para que nadie pueda utilizar los sentimientos ajenos para tapar sus pecados. Y una segunda votación, cuando haya pasado un tiempo adecuado, para refrendar lo votado.

Los catalanes independentistas, en todo caso, deberían tener en cuenta que Cataluña, como buena parte de Europa, muy pronto será  un territorio manejado a control  remoto por Beijing, no por Madrid. Y que es mejor tener aliados conocidos, querendones y medios parientes.

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