Dos caracteres, una disyuntiva




Faltando dos semanas para la elección presidencial, considerada la elección más dramática de los últimos 25 años, resulta impertinente, matapasiones incluso, decirlo, escribirlo y hasta pensarlo: que entre tanto forcejeo programático de cara al 17 de diciembre próximo, al final quizás la variable más decisiva para investir al próximo Presidente de la República será el carácter de los candidatos.

En principio, no hace mucho sentido. Y no lo hace porque -estando en juego la Constitución, las AFP, el CAE, los 600 empleos, el futuro de las reformas- pareciera haber poco espacio para factores como la confianza, la conexión o la cercanía que los chilenos sintamos con Piñera o con Guillier.

Aunque en varios círculos esté de moda preguntar qué hizo mal el país para tener solo esta disyuntiva al frente, la verdad es que no es por casualidad que ambos llegaron donde están. Algo y más de algo deben representar en el Chile de hoy. Piñera no solo ya fue presidente, sino que hasta el momento ha sido la única figura acreditada de la centroderecha con capacidad de traspasar electoralmente las fronteras tradicionales del sector. Lavín estuvo a un punto de conseguirlo en 1999, pero ahí quedó. Piñera, en cambio, lo logró el 2009, y si su nombre, después de abandonar La Moneda, continuó presente en la escena política es no solo porque él haya tenido ganas de volver, sino porque en el intertanto nadie en la derecha consiguió mayor convocatoria que la suya.

Piñera, al final, es un fenómeno bastante menos autista y desconectado del país de hoy de lo que con frecuencia se dice. Interpreta a un electorado que si bien se siente cómodo con las oportunidades de la modernidad, tampoco se niega a reconocer los problemas o las asimetrías que genera. No viene del ADN ideológico de la derecha más dura ni tampoco del ADN social de la derecha más rancia. Es un tipo pragmático, centrista, responsable y trabajador que se mueve con bastante mayor libertad en el plano de los desafíos de la gestión que en los dominios de la acción política, donde se le escapan alcances que nunca ha logrado controlar muy bien ni en su discurso ni en sus gestos. Su ventaja, su gran ventaja -aunque más de alguien podría decir que es también su mayor limitación- es que el país ya lo conoce y esta circunstancia es la que hace un poco inútil el debate sobre qué tan igual y qué tan distinto es el Piñera de ahora en relación al del 2010. Lo más probable es que Piñera, con sus competencias y limitaciones, y por más que el país haya cambiado bastante, sea el mismo de siempre.

Alejandro Guillier se convirtió en el abanderado de la centroizquierda en parte porque no hubo otro, en parte porque Lagos fue desahuciado por la Nueva Mayoría mucho antes de que declarara siquiera su disponibilidad a competir y, también en parte, porque, perteneciendo al oficialismo, era por lejos la figura menos contaminada con el gobierno de Bachelet. Fueron las encuestas, las golpeadas y discutidas encuestas, las que lo instalaron donde está. Y aunque el senador nunca haya podido equilibrar demasiado bien la pulsión ciudadana que reivindicó al comienzo de su candidatura con la pulsión política orgánica de los partidos que lo apoyan, logró zafar -apenas- de la primera vuelta y convertirse en tabla de salvación tanto del gobierno como del llamado progresismo. Guillier no es un cero a la izquierda como candidato. No hay duda que ha estado ganando aplomo. Comunica bien -es su profesión, después de todo-, es tranquilo, proyecta una imagen de moderación que proviene mucho más de su carácter que de su discurso, dista mucho de ser un político atrapado en cepos ideológicos, pero tiene desencuentros con la modernización que Chile ha experimentado. Es posiblemente este mix -y no sus contradicciones, tampoco su tendencia a la imprecisión y su facilidad para hablar golpeado ante los que son duros y con suavidad ante los que son blandos- lo que lo convierte en un candidato competitivo y viable.

Es cierto que la ciudadanía está convocada en dos semanas más a elegir no con quién se siente mejor, sino en qué tipo de país quiere vivir en el futuro. En lo básico, Piñera propone reactualizar la fórmula que inspiró los mejores 25 años de nuestra historia: solo que le agrega al esquema de democracia liberal y de economía de mercado una dramática exhortación a los acuerdos y un resuelto principio de estado de bienestar. Guillier, que tiene menos experiencia política y poca fe tanto en los partidos como en los mecanismos de democracia representativa, apela con frecuencia a un difuso concepto de participación ciudadana y está dispuesto a profundizar el proceso de reformas que inició este gobierno. Su propósito es el mismo: romper las poleas de la desigualdad. No está, sin embargo, claro si su desencuentro con el capitalismo democrático es mayor o menor que el de Bachelet.

Ajustes más, ajustes menos, en lo fundamental eso es lo que está en juego. Lo estuvo siempre en la campaña, pero ahora la disyuntiva comienza a verse con mayor claridad. En relación a la primera vuelta, sin embargo, entraron a la elección dos factores que antes no estuvieron. Uno corresponde a la ansiedad del gobierno, que había dado todo por perdido y ahora comprueba con la erótica de las matemáticas que el cuadro no es tan desastroso como en un momento temió. El otro lo aporta el miedo de la derecha a que se le vaya de las manos un triunfo que había dado por seguro.

En esta nueva composición de lugar, claro, los caracteres podrían pasar a segundo plano, al menos en el plano mediático. Pero la democracia, con todo lo sabia que pueda ser, es un sistema que sabe poco de lo que ocurre en la apartada intimidad de los ciudadanos al entrar a las casetas de votación.

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.