El eterno retorno




Desde los albores de la transición, Sebastián Piñera nunca -nunca- ha dejado de mirar obstinadamente el Palacio de La Moneda. Antes de alcanzar su objetivo, fue sepultado sucesivamente por el escándalo de la radio Kyoto, el lavinismo y el bacheletismo. Las derrotas nunca minaron su empeño y, como si esto fuera poco, no ha dejado de pensar en el regreso desde que abandonara el poder. El ex presidente parece haber salido con un gusto amargo de su gobierno -falta de discurso, escasa interlocución política, confianza en la técnica, telefonazos al ritmo de redes sociales-, y cree que una segunda oportunidad podría cambiar esa sensación. Pero ¿es suficiente todo esto para fundar un proyecto político?

Hasta ahora, la respuesta no es clara. Puede decirse que Sebastián Piñera encarna a la perfección la transición política, en sus grandezas y miserias. Pertenece a la generación que logró reconstituir el tejido político del país, dándole una estabilidad y un progreso inéditos. Hizo fortuna en el mundo de los negocios (que gozaba de alto prestigio), votó que No, se fue a la derecha y fue electo senador: Piñera es el hombre de los consensos, de la ubicuidad y de la posición correcta que no incomoda a demasiada gente. Es un buen político en cuanto ha sabido seguir los movimientos de la opinión, pero es poco estadista en cuanto le cuesta liderar esos movimientos. De hecho, el ex presidente también representa a la perfección esa generación que no tuvo respuesta alguna frente a las profundas transformaciones del Chile moderno. En varios sentidos, su gobierno fue un caso de manual: llegó convencido de la superioridad de la tecnocracia y el estilo gerencial, para terminar estrellándose una y otra vez con una realidad rebelde a esa cosmovisión. Su administración careció de un bagaje conceptual y político que tanto él como la derecha siempre creyeron inútil. Para decirlo de modo simple, lo que no se veía desde los lentes de la transición (mercado, técnica y acuerdos en la cocina), simplemente no existía.

No es seguro que Sebastián Piñera haya integrado del todo estas lecciones. Aunque a ratos muestra mejoras, sus gestos, su optimismo noventero, sus lugares comunes y hasta sus chistes añejos siguen representando a un país que ha perdido su consistencia. En esas condiciones, es difícil pensar que otro gobierno suyo pueda sacarnos del atasco y llevarnos hacia adelante: en muchos sentidos, le habla más al pasado que al futuro (como lo recalcó Felipe Kast hace unos días). Es innegable que enfrenta estas primarias desde una posición cómoda, pero no ha salido indemne del ejercicio (en el lamentable debate del lunes, Ossandón sacó su peor cara: la ansiedad). El desafío de Piñera no es tanto ganar la elección -ya lo hizo una vez-, sino llegar al poder con herramientas más sofisticadas que hace cuatro años. Después de todo, como decía De Gaulle, una elección presidencial es el encuentro entre un hombre y un pueblo, y eso exige que el candidato quiera ir al encuentro de alguien. El principal reto del candidato Piñera es entonces dejar de hablar de sí mismo y del pasado, comunicarse con un país que cambió, y romper de una buena vez el eterno retorno de una transición que se resiste a morir.

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