El "refunfuñón ilustrado"
En la última de las 64 columnas recopiladas en este libro, el autor nos dice que él es un hombre escéptico, que cree en el prejuicio, que se manifiesta proclive al sarcasmo y la ironía, que de su boca emanan comentarios políticamente incorrectos y "gruñidos de humor ácido", y que, además, practica "la crítica universal y permanente". De hecho, agrega, sus hijos bien "saben que soy una especie de refunfuñón ilustrado". Lo curioso del asunto es que en las 63 columnas anteriores, Beltrán Mena demuestra ser un tipo moderado, más cercano a la mojigatería que al arrojo, un tipo que, por lo general, habla desde el candor y que, ni por si acaso, roza las teclas del cinismo o del humor.
<em>Publicar en Chile hoy una recopilación de columnas es un acto arriesgado, pues existen varios profesionales del género que lo ejercen con habilidad". </em>
Resulta entonces inevitable comparar lo que ofrece El rey de las bolitas con otros libros que andan dando vueltas por las librerías. Y mientras a un lado resaltan cualidades como la originalidad, la neurosis, los arrebatos, la lucidez, la arbitrariedad bien conducida o la falta de complacencia, en el de Mena prima una característica que es enemiga mortal de un formato que exige velocidad y audacia: la languidez.
Aseveraciones como "es ambigua la ambigüedad", preguntas cuyas respuestas no estimulan precisamente la curiosidad del lector ("¿Es más traición para la patria cambiar de héroe que para una empresa cambiar de logotipo?"), frases hechas de veracidad discutible ("el verdadero viaje es interior"), definiciones sin sustancia ni genio ni sentido ("El ridículo es un rostro amarillo oculto detrás de las cosas"), perogrulladas innecesarias ("El alfabeto es un sistema que permite registrar los sonidos del habla mediante un repertorio compacto de signos visuales"), cierta defensa flojita del agnosticismo, todas ellas dejan en evidencia el material laxo o decaído con que están forjadas estas columnas.
También cuesta enterarse quién es realmente el autor de las reflexiones aquí compiladas, y ello es otra falencia de El rey de las bolitas (no queda claro si Mena ostentó o no alguna vez aquella distinción de patio escolar). Se supone que en este tipo de libros el yo del que escribe campea, libre y ojalá provocador, por todas o casi todas las páginas. De un modo u otro, el lector del género siempre espera hallar a un personaje, pero aquí el hallazgo nunca ocurre.
Uno percibe cierta represión en el ir más allá, en el transgredir un poco, y claro, la paciencia del lector tiene límites, incluso la mía, que me pagan por leer. Por ejemplo: cuando Mena se dispone al humor, lo máximo que se permite, luego de hablar de palomas mensajeras, es cerrar su columna con la siguiente frase: "Disculpe, lector, la volada". Y pese a que en varias ocasiones se refiere al cine, no llega a decirnos algo tan simple como qué clase de películas prefiere, o qué actores, actrices o directores le producen ganas de vomitar. Otro caso: la palabra Patagonia se menciona varias veces en diferentes columnas, mas nunca el vocablo va acompañado de algún trozo de información iluminador sobre la zona.
Un recurso demasiado frecuente en este libro es el cruce entre técnica o ciencia y vida diaria. A la larga, el asunto resulta tedioso y, a ratos, bastante artificial. Lo opuesto sucede al momento en que Mena opta por hablarnos de los escritores aventureros que admira. Sabrosas y memorables son las columnas dedicadas a las nulas habilidades como piloto de Saint-Exupéry y a la novelesca existencia del manco Blaise Cendrars.
Mención aparte merecen las fotografías que acompañan, con calculado acierto, a muchos de los textos: Mena posee un indiscutible talento fotográfico.
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