Ética en campaña




La candidata presidencial de la DC, y presidenta de ese partido, ha puesto la ética en la política en el centro de su campaña no solo rechazando la candidatura del diputado Rincón, sino encargando al destacado abogado Patricio Zapata un informe acerca de los criterios por los cuales ceñirse para conformar la plantilla de candidatos. El tema es, sin duda, interesante por sí mismo, más allá de las vicisitudes de la falange.

Desde siempre la política ha pretendido encarnar la virtud, ya los griegos plantearon el gobierno de los mejores como la opción más adecuada para el ejercicio del poder; sin embargo, el pensamiento moderno ha discurrido por un camino diferente: el de poner el foco en las reglas a las que debe sujetarse el gobernante. Lo importante decía Popper, no es quién gobierna, sino cómo se gobierna, porque la creencia de que son las virtudes personales las que legitiman el liderazgo político conduce al autoritarismo.

La percepción de que se tiene derecho a gobernar, porque se es poseedor de una superioridad moral lleva a identificar las posiciones propias con el bien y las de los adversarios con el mal. Por supuesto, las reglas del juego lícitas para combatir el mal son bastante distintas de las que regulan la competencia con alguien a quien se reconoce igual legitimidad. Por esto la democracia y las pretensiones de una integridad moral más elevada no se llevan bien; en realidad la democracia funciona sobre el principio contrario, esto es que nadie puede pretenderse superior a los demás, por lo que todos estamos sometidos a las mismas reglas y a las mismas responsabilidades ante la ley.

Los partidarios de las "agendas éticas" suelen argumentar que la función pública requiere y merece ciudadanos capaces de cumplir con un estándar de virtud superior al mínimo legal. Es verdad, pero ese estándar debe buscarse afanosa y diariamente, más en el silencio del testimonio que en la prédica altisonante; es sabio el cristianismo cuando nos recuerda que, aunque todos somos pecadores, tenemos la tendencia a mirar pajas en ojos ajenos ignorando las vigas en los propios.

Savonarola es el clásico ejemplo del camino al que conduce convertirse en juez de la virtud ajena. Este sacerdote dominico acusaba los pecados de la sociedad florentina, de los Medici e incluso de la curia, especialmente de los Borgia. El Papa Alejandro VI que tenía algunos defectillos, pero la falta del sentido del poder no era uno de ellos, ordenó que la inquisición lo juzgara y fue quemado en la hoguera.

El final de aquel predicador es una buena metáfora. Los que prenden hogueras para quemar a los pecadores, suelen terminar consumidos por las mismas llamas. En política afortunadamente nadie es condenado al fuego purificador, pero la virtud es una espada demasiado pesada, que suele caer sobre el rostro del mismo que la levanta amenazante contra los demás.

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