De géneros y monos de paja




En su columna recientemente publicada, Valentina Verbal me acusa de incurrir en la falacia del "mono de paja", es decir, de fabricar un enemigo a mi medida que me permita contraargumentarlo con facilidad y salir victoriosa. Este bajo recurso no sería una novedad dentro del mundo conservador, que según ella suele caer en ese tipo de artimañas para poder, en definitiva, obligar a un grupo de personas a someterse a ciertos estilos de vida moralmente aceptables para ellos. Para el conservador la ley debería dedicarse a imponer tales estilos de vida a través de la promulgación (en este caso, más precisamente, no promulgación) de leyes. Asimismo, el proyecto de ley que nos enfrenta en este caso particular, dice Verbal, ha sido injustamente vulgarizado en mi columna anterior. Además de que no se ve en el proyecto una confusión de sexo con género, en realidad tampoco es evidente que sea necesario definir cada concepto. Menos aún, podríamos añadir, fundamentar una ley en esos manidos monigotes. Pretendo mostrar fundamentalmente dos cosas: primero, que el proyecto de ley sí se presta para ambigüedades, y segundo, que la idea de género a la que he aludido no es una caricatura, y más aún, la misma autora que me refuta podría adherir a ella.

Si bien como regla general, cuando una ley introduce en su terminología vertebral un concepto jurídicamente nuevo —como "género"— debería ser capaz de explicitarlo, la mezcla de planos que implica el proyecto de ley no tiene que ver únicamente con diccionarios legales chilenos. Se trata, como he dicho previamente, de una toma de postura respecto de lo que ha de significar el cuerpo sexuado en contraste con la identidad de género, que se verá reflejada en la aplicación de la ley. Si el registro civil puede, luego de la eventual promulgación de la ley, identificarme como "mujer" el día de mi nacimiento, pero en mi trigésimo cumpleaños identificarme como "hombre", entonces el sexo biológico no es definitivo a efectos civiles; es más, el sexo, tal como lo determinaría el registro civil, es género. Pero la apuesta por la identificación de sexo con género en realidad no podría tener mucho más alcance a efectos prácticos que legitimar la solicitud del trans, porque para registrar a un recién nacido por ejemplo, seguiría siendo necesario recurrir a su sexo biológico, y por lo tanto éste tendría que ser distinguido de todos modos del género. La ambigüedad de la ley es, entonces, sobre todo práctica.

Como es evidente, todo esto requiere de alguna noción de lo que el género es. Si Marta Lamas, la autora en la que Verbal se apoya para definir "género", tiene razón, entonces el género es una construcción de símbolos, normas y expectativas sociales, pero que no existen sin diferencia sexual sobre la cual construirlos. La relevancia de esa diferencia anularía la postura butleriana según la cual la sexualidad corporal es en sí misma una construcción de significado conforme a un "imaginario morfológico" (de hecho precisamente gracias a eso es que la teoría queer permite la posibilidad de varios géneros que escapen al binario femenino/masculino). Para evitar confusiones, cabe aclarar —disculpe el lector la terminología— que esto no significa que Butler sostenga una construcción absoluta y ex nihilo de la corporeidad, que es en efecto una categoría pre-discursiva, sino más bien que lo relevante y lo significativo de la materialidad del cuerpo es su proceso de materialización, no su carácter de "dado", pues en realidad la sustancialidad "dada" del cuerpo es una ilusión (y de paso el género también lo es).

Ahora bien, Verbal rechaza con fuerza la idea de que el trans pueda entenderse como una mente, o self nacido en un cuerpo equivocado, pues de hecho "ninguna persona trans cree que cambia de sexo en un sentido biológico". En tal caso, en la definición que da Lamas, la expresión "la simbolización que cada cultura elabora sobre la diferencia sexual" no podría entenderse como una elaboración que en rigor reemplace a la diferencia de sexos, o esté sustancialmente desvinculada de ella. No nos deja, por lo tanto, más alternativa que remitir nuevamente a la posibilidad de que el sexo biológico actúe como base sobre la que se construye un género.

Que el sexo funcione como fundamento de la construcción del sexo no significa que esa elaboración esté ya fijada. Pensar y defender que el género es construcción cultural pero no absolutamente autónoma respecto del sexo no quiere decir que se considere que la "femineidad" que comprende tal o cual época, o tal o cual autor es necesariamente la femineidad por naturaleza. Defender eso sería adherir a una cuarta postura, que creí innecesario mencionar en la columna anterior: la que reduce todo a diferencia sexual, haciendo prevalecer la naturaleza por sobre la cultura y anulando esta última. Por eso, quien sostiene la idea de que el sexo biológico está ligado y hace de base para la construcción del género, puede pensar coherentemente en mujeres que no sean mansas, tranquilas y calladas; que no les guste maquillarse o que prefieran vestir pantalones y poleras holgadas en vez de vestidos y tacones. Lo que no puede pensar coherentemente es en mujeres que se consideren constitutivamente hombres, porque el género esta vez se volvería contra el sexo sobre el que se fundamenta.

La vida en sociedad no impide en sí misma que el trans se identifique como lo hace. Puede vestirse como desee, hacerse llamar según su identidad personal, en fin, adjudicarse los roles que la cultura en la que vivimos relaciona con un género determinado. El problema de la ley no es ese: es que compromete al sistema jurídico a una toma de postura respecto de lo que debe entenderse por "género" y su relación con el sexo biológico. Pero, tal como pareciera que la ley entiende género, es posible que ni siquiera Verbal la juzgaría coherente.

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