La Presidenta se comprometió a avanzar el 2016 hacia "la gratuidad efectiva de la educación superior" para una parte de los alumnos provenientes del 50% de menores ingresos del país. Si bien sabemos que se incluirá en el proyecto de ley de presupuesto para el próximo año, a menos de una semana de que éste se publique, aún no se conoce el mecanismo exacto por el cual optará el gobierno. Entre los últimos trascendidos al respecto, esta semana circuló por algunas horas que se estaría considerando la posibilidad de conservar el actual sistema de financiamiento estudiantil a través de becas, pero cambiando los criterios de asignación y aumentando su cuantía en el caso de los alumnos objetivo de la gratuidad para este primer año.
Tras conocer esta noticia, inmediatamente aparecieron las voces críticas de quienes consideran que la gratuidad sólo puede entenderse como tal, si se da en forma de aportes basales desde el Estado a las instituciones de educación superior. Por su parte, la ministra de Educación señaló que "siempre la beca se ha entregado a la institución, todas las becas van a la institución, así que es más un tema de denominación".
Algo de razón tiene la ministra. Dado que la discusión en torno al financiamiento de la educación superior se ha transformado en un ring para peleas políticas, la "denominación" sí es un tema importante para el gobierno, al punto de que es muy probable que aun optando por un sistema de becas, deban buscar alguna otra forma de llamarlo, de tal forma de evitar que ciertos sectores estallen en furia.
Pero el fondo del asunto es más complejo, y tiene que ver con las posibles consecuencias de asignar los recursos de una u otra forma, sin perder de vista que el financiamiento estudiantil es un beneficio para el alumno y no para la institución, y que por eso las ayudas deben entregarse en función de sus propias necesidades y méritos, y no en función de las necesidades y méritos de la institución. Para esto último existe el financiamiento institucional, que este 2015 contempla casi $ 400 mil millones entre aportes basales y fondos concursables.
En un sistema de becas, o en general de financiamiento a la demanda (independiente de que el alumno beneficiado vea o no la plata), el principal criterio para asignar los recursos es la decisión del estudiante. Una vez que éste decide dónde estudiar –cumpliendo los requisitos académicos de la carrera y de acreditación mínima de la institución elegida- el Estado le entrega los recursos correspondientes a su beca. De esta forma, son los alumnos los que definen hacia dónde va el dinero aportado por todos los contribuyentes.
En un sistema de aportes basales, en cambio, en lugar del estudiante, son los funcionarios del gobierno de turno quienes deciden en última instancia a qué instituciones entregar los recursos públicos, acotando en gran medida las alternativas para los alumnos que requieren del apoyo económico. Si bien estas decisiones sobre la asignación de los recursos se guían por los criterios determinados por la ley, el espacio para negociaciones de espaldas a la ciudadanía es muy grande. Dada la serie de irregularidades en el uso de platas públicas que se vienen investigando en el último tiempo, debiéramos evitar que éstas se repliquen con los dineros de la educación, y que nuestro sistema de financiamiento estudiantil de la educación superior se convierta en un botín para los políticos de la administración de turno, perdiendo con ello su objetivo primordial de apoyar a los estudiantes que más lo necesitan.
Quizás para el gobierno el problema en este momento sea en gran medida de "denominación" del sistema por el que opten. Pero el fondo del asunto es mucho más profundo; tiene que ver con la justicia y transparencia con que se asignarán los recursos públicos, y con la eficiencia con que se llegará a los alumnos que realmente necesitan del apoyo económico. En pocas palabras, si el poder se entregará a los alumnos o a los políticos.