Si hay algo peligroso en materia de apreciación de seguridad, es confundir las ideas con la realidad. En los periodos previos a la Segunda Guerra, muchos pensaban que Alemania aceptaría para siempre las condiciones de Versalles. Por su parte, la dictadura argentina en 1982 pensó equivocadamente que Inglaterra no reaccionaría ante la ocupación de las Malvinas. Las teorías pueden ser muchas, pero nunca pueden desconocer a los tenaces hechos. Cuando culminó la Guerra Fría no fueron pocos los que pronosticaron que estábamos ante el fin de la Historia.
Si la existencia de conflictos ha sido una constante del quehacer universal, ello explica por qué la paz y la estabilidad son los objetivos más compartidos y más caros a la comunidad internacional. Por ello su preservación es quizás el norte prioritario de los organismos multilaterales. Ello no implica la negación de la existencia de conflictos y riesgos en el mundo global; de lo que se trata es de buscar formas negociadas de solución o de contención de los mismos. La realidad imperante es que, con posterioridad al fin de la Guerra Fría, el número de conflictos armados ha aumentado, sus orígenes se han diversificado y las zonas de conflicto en el mundo han proliferado. En diversas regiones del mundo, viejos conflictos han reemergido, algunos Estados han desaparecido, otros se han fragmentado, conflictos de diversos niveles de intensidad afectan al centro asiático, así como a zonas de África y del Magreb.
Afortunadamente, América Latina vive una experiencia diferente. Los colombianos están construyendo la paz luego de una guerra que duró más de medio siglo. La democracia es el régimen generalizado en el continente, y se despliegan diversos procesos de construcción de confianza mutua. Son procesos valiosos, hay que cuidarlos y cultivarlos.
¿Significa que vivimos el fin de la historia? ¿Que se acabaron los conflictos y que la paz y la estabilidad llegaron para quedarse? Ese es un buen propósito, pero sería una ilusión idealista asumir que tenemos asegurada para siempre la estabilidad, el imperio del derecho y la sana convivencia entre las naciones. Por ello, todo país debe organizar, en la forma soberana que estime, su defensa y su seguridad. Por cierto, compartiendo los instrumentos construidos por la civilización a lo largo de su aprendizaje histórico, uno de los cuales es el irrestricto respeto a los Tratados.
Afortunadamente los chilenos hemos extraído lecciones de nuestra Historia, y hoy disponemos de instituciones de defensa férreamente comprometidas con el destino del país, y que no participan de la coyuntura. Instituciones que han logrado una elevada preparación profesional, modernizadas en sus sistemas y en su orgánica. Este potencial, junto al capital humano, a la cohesión nacional y a una economía moderna y abierta al mundo, y por cierto, a una diplomacia que ha potenciado el número de nuestros amigos en el mundo, todo esto, ha permitido que Chile ejerza su vocación de paz al tiempo que ha sabido defender su soberanía.







