Escándalo americano: la épica de los granujas




Lo importante no es que el Oscar haga entrar Escándalo americano a la liga de las películas que hacen época. Lo importante es reencontrarnos con un cine que rescata la erótica de filmar, de narrar, de dirigir actores, de editar, de trabajar la ambigüedad, de musicalizar las imágenes.

Tal vez es este factor el que está convirtiendo a la cinta en la más grata sorpresa de la temporada. Hay que seguir este relato divertido, enrevesado e impredecible para recordar por qué las buenas películas de Hollywood a menudo logran calificar en la doble pista del entretenimiento y de la fuerza poética. Y por qué lo hacen con una energía que otras cinematografías muy rara vez alcanzan. Una hipótesis es que sólo una sociedad tan salvaje y de tantas oportunidades como la gringa puede generar distancias tan cortas entre los suelos de la bajeza y los cielos de la ensoñación. Otra, que sólo en Estados Unidos hay lugar para la desmesura. Cualquiera sea la razón de fondo, la pregunta es por qué Hollywood sí -y el resto del mundo no- sabe hacer películas donde hasta los granujas y los tránsfugas pueden alcanzar la dignidad de héroes trágicos.

Escándalo americano entrega un principio de respuesta, al convertir una historia mugrienta de pequeños estafadores en una película que rescata toda una sensibilidad y una época. En realidad, el director David O. Russell está hablando de muchas cosas: para empezar, de un triángulo sentimental de muchas singularidades, pero también del sueño americano, del fracaso de las ambiciones excesivas, de la estafa como forma de vida, de las pretensiones de un policía sobregirado por liquidar las conexiones entre la mafia, la política y los negocios. Todo en directo y todo junto. Bienvenidos a la fiesta; esto es América, señores.

En términos de aliento narrativo y puesta en escena, Escándalo americano tiene algo de Boogie nights y algo del Scorsese de Casino o Buenos muchachos. Es una película construida sobre un terreno que no puede ser más entrañable -el de la ansiedad por "llegar", que convoca a ladrones y ciudadanos decentes, a pobres y afortunados por igual- y donde en el pasado fueron muchos los que buscaron amparo. Desde Jay Gatsby -que amó como a nadie a una chica que no le correspondió- hasta Charles Foster Kane -cuya nostalgia por la infancia fue superior al tamaño de todas sus fechorías y ambiciones-, pasando por gente como los Corleone, como el Jordan Belfort del último Scorsese y tantos otros que creyeron poder encumbrarse más allá de sus potencialidades.

Escándalo americano es una notable realización de un director que ha venido creciendo en proporciones geométricas. Como El lobo de Wall Street, aunque en menor escala, es una cinta polifónica, grande por la cantidad de conflictos y personajes que mantiene girando en el aire, narrada desde muchas perspectivas simultáneas, que va y vuelve al pasado con una libertad que no necesita darle explicaciones a nadie y que progresa amarrada a una puesta en escena que va cobrando sostenida densidad moral y cívica a lo largo de la proyección. En los últimos minutos, el espectador siente que hace mucho rato la cinta se fugó del thriller de acción para convertirse en una suerte de alegoría de lo que significa Estados Unidos como promesa y engaño, como premio y decepción.

¿Muy extraño? No tanto, en realidad. Es ahí donde Hollywood siempre ha hecho lo que mejor sabe hacer.

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