La urgencia de una nueva cultura empresarial




En días en que nos enteramos de un nuevo caso de colusión, cuando todavía sigue vigente la molestia por la muñeca inflable para "estimular la economía" y un empresario es agredido al salir de tribunales, parece oportuno reflexionar sobre el ambiente generalizado de desconfianza hacia el mundo empresarial y el rol público que le corresponde en la actualidad.

Una mirada tradicional plantearía que a la empresa le corresponde solo producir utilidades y cumplir con sus obligaciones legales, siendo el resto externalidades de las que no tiene que hacerse cargo. Esta postura ha sido ampliamente superada y hoy las empresas tienen un rol central en el entramado social, lo que conlleva responsabilidades en materia de derechos laborales, no discriminación, transparencia, combate de la corrupción, etc. Lo anterior resulta no solo de un imperativo ético, sino de compromisos internacionales que si bien obligan primeramente al Estado también demandan el respeto de los derechos humanos por parte del sector privado. Así, los Objetivos de Desarrollo Sostenible, las Directrices de la Ocde para empresas multinacionales y los Principios Rectores de Naciones Unidas sobre Empresas y Derechos Humanos -en base a los cuales Chile se encuentra elaborando un Plan Nacional de Acción- contemplan acciones concretas a desarrollar por las empresas.

En este contexto, cabe recordar que la corrupción se ha señalado como el mayor obstáculo al desarrollo económico y social en todo el mundo, interponiéndose como una barrera para el cumplimiento de la Agenda 2030. Es por ello que en nuestro país cobra relevancia el trabajo realizado por la Comisión Engel, que dio un importante paso al establecer recomendaciones específicas para el sector privado con el objetivo de recuperar la confianza en los mercados. Entre éstas se encuentran la adecuación de los delitos de corrupción y sus sanciones a los estándares internacionales, la creación de sistemas de integridad al interior de las empresas y medidas para reforzar sus gobiernos corporativos. Ahora bien, el cumplimiento de estas recomendaciones es fundamental, pero no suficiente. Se requiere además un compromiso al más alto nivel dentro de las empresas de actuar con debida diligencia para no vulnerar los derechos de terceros y reparar eficazmente las consecuencias negativas de sus actividades, así como elaborar y adoptar mecanismos de control interno, medidas de ética y cumplimiento de normas apropiadas para prevenir, detectar y sancionar actos de corrupción.

Para que estas propuestas se puedan concretar, junto con el trabajo que le corresponde al Estado, es necesario promover un cambio de mentalidad y cultura del empresariado –lo que incluye a las empresas estatales- para que su accionar se ajuste a mayores estándares de transparencia, accountability y derechos humanos. Si bien el cumplimiento de estos estándares puede parecer una carga, cada vez hay más conciencia de cómo su observancia se traduce en resultados positivos para la propia empresa y, además, favorece el crecimiento. En particular, la adopción de medidas contra la corrupción es crucial para el mundo de los negocios pues beneficia la imagen corporativa, mejora la gestión de riesgos, disminuye litigios, permite la integridad de los mercados y crea incentivos para inversiones a largo plazo. Esto sin contabilizar el mayor acceso a oportunidades de negocios con gobiernos, financiadores y clientes internacionales, la mejoría de las relaciones laborales y, poco a poco, la validación social de la actividad empresarial como un motor del desarrollo socialmente responsable.

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